Escribo con algo de verguenza estas líneas. Me parecía, de hecho, escuchar la voz de Job, ronca de tanto gritar, rechazando las palabras de los amigos teólogos que trataban de consolarle con recetas incapaces de aliviar su dolor lacerante. También, comenzando a escribir algunas líneas, escuché resonar en mis oídos las duras palabras de otro erudito bíblico, Qohelet, que me advertía: “Todas las palabras están gastadas y el hombre ya no puede usarlas” (1,8).
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Al final decidí romper el silencio de todos modos, como ha hecho el Papa y tantos otros pastores con palabras intensas, solo para decir que todos sentimos los mismos escalofríos en el alma que tantas personas enfermas con la boca pegada a un respirador. Y, sobre todo, para estar hombro con hombro con la multitud de familiares, amigos y vecinos paralizados por el sufrimiento de sus seres queridos, privados de la posibilidad de darles una sola caricia en sus rostros o, incluso, acompañarles al final con un ritual de despedida.
Pero hay otra razón que nos invita a todos nosotros, los que (por ahora) estamos sanos, a no permanecer en silencio que está, precisamente, ligada a los inminentes días de Semana Santa, cuando Cristo caminará delante nuestro en sus últimas horas terrenales. Me lo imagino como en la película Andrej Rublëv del gran director ruso Andrej Tarkovskij, mientras avanza y tropieza por la nieve, coloreándola con la sangre de sus heridas, arrastrando la cruz con dificultad, seguido por la multitud de los pobres campesinos y de los últimos de aquellas tierras.
Un Dios que asume la humanidad
El Dios cristiano es distinto de las divinidades antiguas como Júpiter, relegado a su mundo olímpico dorado, apático ante el sufrimiento humano. Es, por el contrario, un Dios que ha decidido asumir nuestra misma identidad, hecha, sí, también de alegría, pero sobre todo de limitaciones, dolor y muerte. Incluso lejos de las iglesias, esta vez desiertas, escucharemos de la voz del solitario sacerdote el relato del evangelio de esas últimas horas de un verdadero hermano de la humanidad. Y veremos desfilar, ante nuestros ojos, todas las desolaciones de estos días.
Él también tiene miedo, incluso terror a la muerte, cuyo rostro severo se presenta frente a él y ante nosotros, a pesar de haberlo exorcizado e ignorado anteriormente: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz” envenenado. Él también experimenta el aislamiento de sus amigos, sus discípulos, que permanecen lejos o, como en el caso de muchas personas enfermas y solas, lo han abandonado. Él también tiene la carne herida por la tortura y experimenta incluso lo peor de la soledad, el silencio del Padre (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”).
Finalmente también él, a causa de la crucifixión, muere como muchos enfermos de coronavirus, por asfixia, después de haber dado una respiración extrema. Dietrich Bonhoeffer, teólogo alemán mártir del nazismo, tenía razón cuando escribía en su diario de prisión: “Dios en Cristo no nos salva en virtud de su omnipotencia, sino en virtud de su impotencia”. Sí, porque en esos momentos no se inclina sobre el enfermo para curarlo, como había hecho durante su vida, sino que él mismo es quien sufre y muere. Él no nos libera del mal, sino que está con nosotros en el mal físico e interior.
Protestar ante Dios
Sin embargo, incluso cuando es un cuerpo sacudido por aquí y por allá, como les sucede hoy a las víctimas del virus, continua siendo el Hijo de Dios. Es por eso que, al experimentar en su propia carne nuestra humanidad miserable, frágil y mortal, ha depositado en ella para siempre una semilla de eternidad y esperanza destinada a florecer. Este es el significado de Pascua, “el otro lado de la vida en comparación con el que nos enfrenta”, como decía el poeta austríaco Rainer M. Rilke.
Muchas otras cosas ha enseñado este mal a los creyentes, pero también a los que no creen. De hecho, nos ha revelado la grandeza de la ciencia pero también sus límites; ha reescrito una escala de valores que no tiene dinero o el poder en su cima; el estar juntos en casa, padres e hijos, jóvenes y viejos, ha traído de vuelta el cansancio y las alegrías de las relaciones, no solo las virtuales; ha simplificado lo superfluo y nos ha enseñado lo esencial; nos ha obligado a mostrar nuestra propia muerte a los ojos de nuestros seres queridos; nos hizo hermanos y hermanas de muchos Job, dándonos el derecho de protestar ante Dios, de hacerle preguntas y quejas.
Pero, sobre todo, ha revelado el valor supremo: el amor. Muchos de los lectores conocerán la novela del escritor colombiano Gabriel García Márquez, ‘El amor en los tiempos del cólera’ (1982), un título que podría transcribirse para el coronavirus. Un título que es real, sobre todo en los muchos médicos, enfermeras, voluntarios y operarios diversos, listos para ir más allá de la ley de “amar al prójimo como a uno mismo”, para seguir al extremo de Jesús: “No hay amor más grande que el que da su vida por sus amigos”.
En la Biblia resuena en 365 ocasiones el saludo divino “¡No tengáis miedo!”. Es casi el “buenos días” que Dios repite en cada amanecer. Repite esto incluso en estos días de terror. Y para aquellos que han perdido la fe, en cambio, propondría la confesión del mismo escritor García Márquez: “Desafortunadamente, Dios no tiene un lugar en mi vida. Tengo la esperanza, si existe, de tener un espacio en la suya”.