Tribuna

La pesadilla

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cardenal Gianfranco RavasiGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“En la pesadilla de un trabajo conquistado con esfuerzo, se alza trágico el monstruo de las muertes laborales…'”.

Cuncè, ¡qué pesadilla he tenido esta noche! He soñado que trabajaba”. Tal vez algún lector recordará esta broma de Eduardo de Filippo en su comedia Natale in casa Cupiello. Entonces hacía reír, pues el trabajo no faltaba y la frase servía a los italianos del norte para ironizar sobre los meridionales marcados con el estereotipo de holgazanes. Es un lugar común que cada cierto tiempo reverdece y se le endosa hoy a los extranjeros que, en realidad, realizan trabajos que ninguno de nosotros aceptaría. En nuestros días, sin embargo, la broma de De Filippo contiene otra verdad indiscutible.

Para muchos, el trabajo es de verdad una pesadilla, y no en el sentido utilizado por el gran autor napolitano, sino según un triple perfil diferente. Ante todo, el desempleo se ha convertido en una preocupación. Lo confieso con amargura yo, que cada día recibo el currículo de al menos dos o tres personas: detrás del frío molde del “estándar europeo” con que ha sido redactado, no soy capaz de ignorar la angustia que se oculta entre esas líneas, el apremio de la necesidad, la insatisfacción de una vida arrastrada sin un compromiso.

La Biblia era lapidaria al definir la “hominización”: “Tomó el Señor Dios al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y lo cuidase” (Génesis 2,15). La admonición de san Pablo a los cristianos de Tesalónica: “El que no trabaje, que no coma” (II, 3, 10), que Lenin consideraba “la regla esencial, inicial, principal de los soviet”, y que quería introducir en la propia Constitución soviética, adquiere ahora un significado más dramático. Sin trabajo hay hambre o, en cualquier caso, una caída de la dignidad.

Pero hay otro perfil que adjudicar a las palabras de Eduardo: en la pesadilla de un trabajo conquistado con esfuerzo, se alza trágico el monstruo de las muertes laborales. La estupidez y la inercia de la política de hoy, y la trituradora de la información que narcotiza pensamientos demasiado amenazadores, disuelven en el olvido los cuerpos destrozados de aquellos que cada día mueren en sus puestos de trabajo mientras intentan dar de comer a ellos mismos y a sus familias.

La muerte de cinco trabajadoras en Barletta
hace ahora un año, en aquel sótano miserable,
es casi el emblema de tantas situaciones
de degradación y de inseguridad
en la que se entregan muchos trabajadores,
sobre todo extranjeros.

Es otra vez la Biblia la que observa que “ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste sacado”. Sin embargo, a menudo estas dos etapas de la vida –acción y muerte– se identifican y el sudor se convierte en sangre. Se repite que nosotros ya no estamos en los altos hornos del siglo XIX ni en las catacumbas irrespirables y atestadas de los trabajadores chinos, y esto por fortuna es verdad.

Pero no siempre lo es, y la muerte de cinco trabajadoras en Barletta hace ahora un año, en aquel sótano miserable, es casi el emblema de tantas situaciones de degradación y de inseguridad en la que se entregan muchos trabajadores, sobre todo extranjeros.

En la novela La llave estrella, Primo Levi afirmaba que “la mejor aproximación concreta de la felicidad sobre la tierra es amar el trabajo propio”. Y tenía razón. ¿Pero cómo amar una suerte de esclavitud o de “trabajo forzado” en el que no pocas veces se encuentran algunos?

Hay, al final, un último perfil de la pesadilla del trabajador: también este sobresale de forma escandalosa en el trágico caso de aquellas mujeres de Barletta. Era su salario ofensivo, ¡menos de cinco euros a la hora! Esta cifra es incluso menor para algunos de sus colegas del Tercer Mundo que, por ejemplo, en los campos cercanos recogen tomates. Una suma que algunos sin pudor y decencia gastan a veces en un segundo para contentar sus vicios y caprichos.

Soy consciente de que lo que he escrito puede ser clasificado bajo el género del “moralismo”. Pero estoy en buena compañía. No era un sindicalista arrebatado por el énfasis de un mitin, sino alguien del círculo de Jesús, el Apóstol Santiago, quien, en su carta recogida en el Nuevo Testamento (y, por tanto, texto sagrado y normativo para los cristianos), escribía: “Mirad, el jornal de los obreros que segaron vuestros campos, el que vosotros habéis retenido, está gritando, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor del Universo. Habéis vivido con lujo sobre la tierra y os habéis dado la gran vida, habéis cebado vuestros corazones para el día de la matanza” (St 5, 4-5).

En el nº 2.826 de Vida Nueva.