El comunicado de la Secretaría General del Sínodo, el pasado 15 de marzo, ha atraído la atención y el interés de la opinión pública eclesial porque dibuja un plan preciso de acompañamiento del desarrollo sinodal, que culminará en una Asamblea Eclesial a celebrar en octubre de 2028.
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Este momento conclusivo es el que ha suscitado mayor interés, como un factor sorpresa. Sin embargo, quien haya penetrado en la lógica del itinerario sinodal percibirá que se trata de una sorpresa… relativa.
En el corazón de su pontificado
Podemos hablar de sorpresa: desde su condición de enfermo, Francisco ratifica su proyecto, con clara articulación de los pasos, con un ritmo preciso, que finalizará en una Asamblea Eclesial que aplaza la celebración del correspondiente Sínodo de los Obispos. Con ello, el Papa expresa su implicación personal en el Sínodo, porque pertenece al corazón de su pontificado.
Se trata, no obstante, de una sorpresa relativa por un doble motivo: a) la idea de una Asamblea Eclesial se venía incubando en los comentarios entre pasillos de las dos sesiones sinodales (aunque no se reflejó en los documentos); b) encaja en la lógica de este Sínodo sobre la Sinodalidad (e incluso podríamos decir que esta Asamblea viene exigida por su dinamismo interno). Conviene explicitar este doble motivo.
Una novedad de este Sínodo ha sido la incorporación de miembros no obispos. Ello provocó malestar e incomodidad en algunos obispos. Por ello, argumentaban, podría instituirse la celebración de asambleas eclesiales, que se convocarían alternativamente respecto al Sínodo de los Obispos. Con este razonamiento se pretendía, sin duda, marcar con claridad la diferencia entre ambas instituciones.
Precedente en el Vaticano II
Para evitar este modo de pensar, se hizo saber oficialmente que la presencia de sinodales no obispos no atentaba contra el carácter episcopal del Sínodo. Como aval de esta precisión, añadamos un doble dato: a) en el Vaticano II asistieron como padres conciliares unas setenta personas que no eran obispos (superiores generales de congregaciones religiosas masculinas y algunos abades); b) en el Sínodo actual, los no ordenados actuaban como testigos y memoria viva del proceso, como signo de que la colegialidad episcopal no puede desvincularse de la sinodalidad de todo el Pueblo de Dios. Este es el aspecto fundamental para entender el sentido de esta Asamblea.
Esta, por otra parte, puede ser entendida desde la analogía de las asambleas diocesanas (o, a su nivel, parroquiales). Existen diferencias canónicas respecto a los sínodos diocesanos, pero unas y otros viven de la misma dinámica eclesiológica: son expresión de una Iglesia local (de un “nosotros” eclesial) que se siente sujeto y protagonista.
Quedan numerosas cuestiones por precisar y perfilar: número de miembros, formato, criterios de representatividad, capacidad para establecer valoraciones o aportar sugerencias… Pero su significado es coherente con el proceso sinodal: la etapa de recepción parece lógico que sea sellada y ratificada por el conjunto del Pueblo de Dios.
Devuelto a las Iglesias locales
Ya en la apertura oficial del Sínodo se hizo patente que el ‘Documento final’ debía ser devuelto a las Iglesias locales para hacer efectiva su recepción e implementación; es normal que las distintas Iglesias y sujetos eclesiales evalúen lo conseguido y los acentos a desarrollar, haciéndolo visible en una Asamblea Eclesial. Si esta práctica debe ser habitual en las parroquias y en las diócesis, ¿puede carecer de ella la Iglesia entera? Una iniciativa aparentemente novedosa es una novedad relativa, mientras se logra que la sinodalidad se haga costumbre y práctica habitual a todos los niveles