La religión es esencialmente poesía. El alma necesita poesía. Pero la poesía no siempre es sublime, sino que a veces es bastante mala. Pues bien: incluso de poesía mala se alimenta el alma. Al fondo de lo que somos no llegamos desechando las formas, sino inhabitando en ellas, amándolas hasta perdernos en ellas y perderlas a ellas. (…)
La meditación es oración. Una oración que no conduzca a la oración es terapia en el mejor de los casos, simple metafísica en el peor. “Lo acepto todo, con tal de que tu voluntad se cumpla en mí”. Eso sí que moviliza el alma, eso sí que nos pone en pie de paz. Estas palabras sí que son una llama ardiendo, una flecha tan envenenada como salvífica, una bomba de redención. ¡Qué hermosas son las palabras, Dios mío! ¡Qué hermosos los silencios a los que a veces nos llevan!
O quizá sea, simplemente, que yo tenga alma de poeta y que, en consecuencia, no entienda a quienes no son poetas. Pero –me pregunto–, ¿cómo puede entenderse el mundo sin poesía? ¿No es, después de todo, la poesía el único lenguaje adecuado para hablar de Dios? ¿No es Jesús de Nazaret la poesía misma de Dios, su regalo poético al mundo? (…)