De todos los sentidos, el gusto requiere no solo mirar y sentir lo que está fuera de nosotros, sino introducirlo en el cuerpo, hacer que se adhiera lo más posible a la cavidad bucal, destruirlo masticándolo y finalmente discernirlo. Lo que se introduce en la boca primero se mira y se huele, pero luego se prueba y se juzga con el paladar.
La boca es un orificio, un lugar de comunicación más que cualquier otro, pero de una comunicación que a menudo no se percibe conscientemente… Con la boca se habla, se besa, se muerde, se come, se bebe y se respira. La boca te hace participar en el proceso de transformación del cosmos en sus componentes minerales, vegetales y animales, un proceso que se debe al trabajo humano, a la producción, al mercado, a la cocina, a la mesa, al masticar y la digestión: ‘Somos lo que comemos’, según el conocido aforismo de Ludwig Feuerbach, comemos la tierra y así vivimos, pensamos y amamos.
Nadie memoriza así porque sí el aprendizaje del gusto. Es algo que ha ido sucediendo y fue un proceso largo y complejo. Hemos entrado en un sistema gustativo a través de los alimentos de la cocina familiar, especialmente a través de la de la madre y la abuela, y hemos aprendido a identificar los sabores, a juzgar los buenos o los malos (¡ahí es donde nace el juicio moral!).
La cocina de casa
Así aprendimos a comparar la cocina de casa con las demás, tuvimos que discernir el alcance de la comida y luchar contra la bulimia o la anorexia, patologías que acechan en nuestro crecimiento y amenazan el arte de degustar; y aprendiendo los sabores elementales, también aprendimos el sabor de la vida, la capacidad de saborear el mundo.
Los alimentos, con sus sabores, dan forma a nuestro gusto; entonces la vida nos hace interpretarlos de manera muy personal, la historia y los lazos emocionales que hemos experimentado los cargan de infinitos significados. Por ejemplo, no carece de importancia el hecho de haber comido alimentos en compañía de una persona o de otra: puede que no nos guste un alimento porque lo hemos compartido con alguien que preferimos no recordar…
El alimento, con su sabor, puede reconciliar, fomentar el amor, pero puede encender la antipatía o incluso la violencia. Cada uno de nosotros conoce estas posibilidades: basta con analizar las comidas vividas en familia, o en comunidad, ¡para conocer la gracia o la desgracia de la ‘degustación’!
El ejercicio del gusto
La palabra está ligada al ejercicio del gusto: una palabra que se intercambia en la mesa, un lugar donde se puede disfrutar no solo de la comida, sino también de los demás, de todos los que comparten una comida con nosotros. Una comida sabrosa se construye con el arte de cocinar, pero también con la calidad de los huéspedes, y se convierte así en una celebración común, una fiesta compartida en la que la comida que nos reúne hace compartir a la gente, crea al compañero (del cum-panis, con el que comparte el pan: cf. Salmo 41, 10).
Si no hay sabor, poco a poco el disgusto acaba prevaleciendo y reinando; si no hay sabor, se come por necesidad y ni siquiera se conoce la gratuidad que proporciona una bebida como “el vino, que alegra los corazones de los hombres” (Salmo 104, 15).
No se presta suficiente atención a una verdad elemental: todo nuestro conocimiento se desarrolla a partir de los sentidos, desde el más elemental hasta el más refinado. Nosotros ‘sentimos’ a través de los sentidos, pero una enorme carga simbólica se inserta en el ejercicio de los sentidos. Prueba de ello son las palabras que utilizamos, aunque sean abstractas, revelan un origen situado en el espacio de la sensibilidad. La “sabiduría” –por citar uno de los casos más evidentes– ¿no deriva tal vez del verbo ‘saber’, es decir ‘saborear’? Sí, la sabiduría es un ejercicio de gusto…
Un sentido espiritual
Podemos seguir adelante, sin dicotomías esquemáticas, para considerar el gusto como un ‘sentido espiritual’. La reflexión sobre este tema podría hacerse desde el punto de vista de la sabiduría humana en general. Desde este punto de vista, ¿cómo no recordar la sabiduría de la mesa vivida por el hombre Jesús? En la mesa conversaba con facilidad con amigos, aceptaba las discusiones que pudieran surgir. Estar en la mesa para Jesús era una señal, una parábola del sentido de su propia misión: llevar la presencia de Dios al mundo, acercar el Reino a los pecadores, a los que se sentían excluidos y alejados de Él.
Esta breve contribución me gustaría detenerme en cómo se desarrolla esta cuestión en la tradición cristiana, que conoce una meditación secular sobre el tema de los sentidos espirituales. Basta recordar un texto de Orígenes: “El alimento sólido es propio de los adultos, de aquellos que por la práctica tienen la sensibilidad adiestrada para discernir entre el bien y el mal” (Hebreos 5,14), Cristo es tomado por cada sentido del alma. Por eso se llama “luz verdadera” (Jn 1, 9) para iluminar los ojos del alma, “palabra” (Jn 1, 1) para ser escuchada, “pan de vida” (Jn 6, 35) para ser saboreado. Asimismo, se le llama “aceite” (Cantar de los Cantares 1, 2) y “nardo” (Cantar de los Cantares 1, 12; 4, 13-14) porque el alma se regocija del perfume del Verbo; es “la Palabra hecha carne” (Jn 1, 14), palpable y tangible, para que la mano del hombre interior pueda tocar algo del Verbo de la vida” (Comentario al Cantar de los Cantares II, 9, 12-13).
Continuando con el concepto del gusto, en la Biblia hay numerosas imágenes que permiten vincular el gusto con la Palabra. Dios da a Ezequiel un libro para comer, muy dulce para la boca y el paladar (cf. Ezequiel 3:3); Juan, el contemplativo del Apocalipsis, tendrá la misma experiencia, pero para él la Palabra se revelará amarga en el estómago (cf. Apocalipsis 10:9-10). Y el salmista canta: “¡Qué dulce es tu palabra para mi boca, es más dulce que la miel!” (Salmo 119, 103).
Comer palabras
“Comer palabras” es más que escucharlas y acogerlas: es incluso -según los antiguos monjes- ‘rumiarlas’, tomar la Palabra consumida y remodelarla, hasta que se convierte en cuerpo con ella. Así, en un metabolismo maravilloso, la Palabra nos moldea, nos forma, nos da de comer para apoyar nuestra búsqueda con sentido. Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor” (Deuteronomio 8, 3; cf. Mateo 4, 4). Y al creyente se le pide que aprenda a “gustar la buena palabra de Dios” (cf. Hebreos 6,5).
Hay una experiencia central de la fe cristiana que debe ser mencionada con respecto al “gusto espiritual”: la experiencia eucarística. En el apogeo de la liturgia se come pan y se bebe vino. Esto es lo que nuestra oralidad percibe, pero en la fe probamos el cuerpo de Cristo, lo que nos embriaga es su sangre. Con los sentidos espirituales experimentamos la vida divina que nos invade y nos hace el cuerpo y la sangre del Señor Jesús: ¡un metabolismo espiritual extraordinario!
Guillermo de Auxerre, teólogo del siglo XIII, trató de expresarlo: “De este pan se afirma verdaderamente que lleva en sí mismo todo deleite: deleita la mirada espiritual con su belleza (cf. Salmo 45,3); deleita el oído espiritual con su melodía (cf. Cantar de los cantares 2,14); deleita el olfato espiritual con su perfume (Cantar de los Cantares 1, 3), se deleita en el gusto espiritual con su dulzura (cf. Cantar de los Cantares 1, 2; 2, 3; 5, 16); se deleita en el contacto espiritual con su suavidad (cf. Cantar de los Cantares 4, 10)” (Summa aurea IV, tr. 5, c. 1, f. 16/bc).
Y en el misal se lee una espléndida oración tras la comunión: “Que la acción de tu don celestial, Señor, posea nuestras mentes y nuestros cuerpos, para que en nosotros preceda siempre a su efecto y no el nuestro sentimiento”. Todas las variaciones sobre la interpretación en clave eucarística de un versículo de los Salmos, dentro de la gran tradición cristiana: “¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!”. (Salmos 34, 9). Así como la Eucaristía es la síntesis sacramental de toda la vida de Jesús, gastada y entregada por amor, con el gusto espiritual vigilante y entrenado por la meditación de su vida, el creyente cristiano puede gustar y ver la bondad del Señor, buscando la inspiración para su propia existencia.