GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
Es un vocablo convertido hoy en una bandera hasta transformarse en un estereotipo que llena las bocas pero deja indiferente el compromiso. Hablamos de la sostenibilidad, un término repetido y declinado de varias formas y que tiene un lado opuesto a veces dramático: la explotación insensata y egoísta de los bienes que Dios ha destinado a la humanidad.
En el inicio de la Biblia hay dos afirmaciones fundamentales. La primera reconoce la relevancia que lo material tiene para la criatura humana: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo”. Al final de su existencia, el hombre vuelve a la tierra. Entre la tierra y la humanidad hay, por tanto, una radical hermandad que a menudo olvidamos y violamos.
La segunda afirmación indica otro aspecto que nos distingue de lo material. El Creador impone al hombre y a la mujer: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”. La criatura humana recibe una dignidad de soberanía delegada sobre la creación. Por desgracia, es un primado que a menudo el hombre ejerce de modo tiránico y no como una tarea especificada por un ulterior mandato del Creador: “El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén, para que lo guardara y lo cultivara”.
Hay, por tanto, una suerte de alianza primaria “natural” entre el Creador y la humanidad que se expresa en la tutela y la transformación de la creación. Es un pacto que el hombre quebranta. Afortunadamente, está emergiendo un arrepentimiento bajo los términos de ecología y sostenibilidad, temas que han entrado en la agenda no solo de la Iglesia, sino también de los Estados, organismos internacionales e incluso de las mismas estructuras económicas.
Es importante encuadrar la sostenibilidad en el horizonte de la dignidad humana, de la moral social y de los principios religiosos. Es lo que confirma Laudato si’, que usa la terminología “sostenible/sostenibilidad”. Francisco parte de la Carta de la Tierra promulgada en La Haya en 2000. “Como nunca antes en la historia, el destino común nos hace un llamado a buscar un nuevo comienzo […] Que el nuestro sea un tiempo que se recuerde por el despertar de una nueva reverencia ante la vida; por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad; por el aceleramiento en la lucha por la justicia y la paz y por la alegre celebración de la vida”. Por eso, “el desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral”.
Concluyamos esta consideración sobre el nexo entre ética, teología y sostenibilidad con la parábola moderna evocada por Heidegger en Ser y tiempo. La protagonista es una diosa llamada “Cura”, sinónimo de nuestra “sostenibilidad”. Atravesando un río, recoge el fango de la orilla y crea una figura humana. Júpiter le infunde el espíritu y hace una criatura viva. Cura y Júpiter discuten sobre quién tiene el derecho de propiedad. En ese momento también la diosa Tierra reclama su poder arguyendo el material del que el ser ha sido formado. Los tres recurren a Saturno, el dios juez, que sentencia: “Tú, Júpiter, que has dado al espíritu, lo recibirás al momento de la muerte. Tú, Tierra, que has dado el cuerpo, recibirás el cuerpo. Pero mientras la criatura humana viva, estará bajo la tutela de Cura”.
Por eso la sostenibilidad debe ser la gran protectora que vigila sobre la humanidad, su historia y evolución.
En el nº 2.989 de Vida Nueva