En la cresta de la reforma de la Iglesia en el siglo XVI, anticipándose a su época, Ignacio de Loyola se distinguió como un incansable apóstol de la mujer. La densa correspondencia con el universo femenino de su época documenta su marca de agua: la de una atención espiritual como director de conciencia sorprendentemente abierto, con visión de futuro y perspicaz.
Y aunque, paradoja insoluble, impidió el establecimiento de una orden de “jesuitesas”, su acción parece estar destinada a reclutar mujeres al servicio de la única gran obra que le parece importante en la tierra: ayudar a las almas, hacer que la Iglesia progrese en fidelidad a Cristo. Y es difícil no encontrar rastros de este medio de resonancia ignaciana también en la atención personal y particular mostrada por el jesuita papa Francisco a la cuestión femenina.
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Pero más allá de la formación personal, la preocupación con la cual el Papa Francisco, desde su elección, se ha dedicado a la cuestión de las mujeres, de su rol y acceso a las responsabilidades eclesiales, evidencia la urgencia de afrontar una realidad que se refiere a la visión de la Iglesia misma e invierte su naturaleza jerárquica y comunitaria.
Es dicha visión la que empuja al Papa a percibir el monocolor masculino como un defecto, un desequilibrio, una disminución de la Iglesia considerando que sin las mujeres resulta deficitaria en el anuncio y en el testimonio y que por tanto compromete su misión. Es significativo que el Papa llamó la atención con un gesto puesto en el corazón de la liturgia de la Semana Santa, que sorprendió y provocó, invitando a dos mujeres, dos detenidas, al lavatorio de pies que celebraba el Jueves Santo.
Un gesto relevante entregado a la Iglesia para expresar y desplegar el misterio pascual en la carne del mundo reuniendo a toda la humanidad. Y después, con el anuncio pascual, celebraba el testimonio dado por las mujeres al Resucitado, las primeras llamadas a anunciar la salvación, protagonistas privilegiadas de la Pascua.
La mujer es esencial en la Iglesia
En varias ocasiones, ha hecho declaraciones que enumeran objetivos afirmando que “la Iglesia no puede ser ella misma sin la mujer y su papel” y que “la mujer es esencial para la Iglesia”: “Aumentar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia”, “elaborar una teología profunda de la mujer”, para presentar a las mujeres “donde se ejerce la autoridad de los diversos ámbitos de la Iglesia”.
Reflexiones recogidas en la exhortación apostólica sobre la misión ‘Evangelii gaudium’ y reiteradas en estos años en numerosas intervenciones, a veces improvisando, hasta a esas más recientes en las cuales explicita el eco de esa esperanza que animaba a los padres del Concilio cuando el 8 de diciembre de 1965, al finalizar el trabajo, Pablo VI publicó el “Mensaje a las mujeres”.
Para confirmar que la preocupación y la invitación de Francisco se inscriben en la corriente directa de las instancias nacidas en continuidad con el Vaticano II todavía no implementadas y que la “cuestión femenina” en la urgencia del actual contexto eclesial y eclesiológico tiene sus raíces en la vivencia de la Iglesia ya en su nacimiento.
Apertura universalista
Un nacimiento donde la presencia de las mujeres favorece la apertura universalista, tanto en los momentos fundacionales, originales y de toma de decisiones como en los de su inicio concreto donde debemos superar la pesadez de los esquemas consolidados y las hostilidades relacionadas. Además, en el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles –como señala el biblista Damiano Marzotto en su Pedro y Magdalena.
El Evangelio corre en dos voces, un texto definido como “hermoso” por el papa Francisco– las mujeres se presentan no solo como “el lugar de la acogida y la hospitalidad, sino como el lugar de la libertad y el universalismo, es decir, capaces de regenerar ese impulso que empuja a espacios universales y avanzar en el camino de la salvación. Esta dinámica se logró, se logra y se puede lograr, solo en una sinergia completa de hombres y mujeres”.
El documento final del Sínodo sobre los jóvenes afirma: “Incluso una visión de la Iglesia, hecha principalmente de hombres, no responde a la tarea que Dios ha encomendado a la humanidad. En segundo lugar, solo a partir de la reciprocidad puede surgir una mejora y una integración de lo masculino y lo femenino”.
La dignidad del Bautismo
La ‘Evangelii gaudium’ no deja de mencionar que el sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús usa al servicio de su pueblo, pero que “la gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos” y que la presencia de las mujeres en las estructuras e instancias que deciden hoy sobre el futuro de la Iglesia nos recuerdan que el sacramento del bautismo no puede ser superado. Se trata de reconocer y metabolizar que la cuestión no es de igualdad de oportunidades, ya que no nace de la reivindicación sino de una riqueza por recuperar, la de una Iglesia-comunión.
Que el del Orden, reservado para los hombres, no es el único sacramento que garantiza la asistencia del Espíritu Santo en fase de escucha, de discusión y de decisiones. Que es más bien el Bautismo que combina un Cuerpo con diferentes miembros, cuya posibilidad de movimiento surge solo de su cooperación y reciprocidad. Se trata de superar las lógicas clericales en las que la presencia femenina en los organismos vigentes, en los vicariatos, en las curias, incluida la Curia romana, se entienda como “concesión” a las mujeres y reducida a una presencia simbólica.
“Me preocupa la mentalidad machista en la sociedad, me preocupa que en la misma Iglesia el servicio al que cada uno está llamado, para las mujeres, se transforme a veces en servidumbre”, ha afirmado el Papa más de una vez. En la perspectiva abierta por Francisco si “la mujer para la Iglesia es imprescindible” y es “necesario ampliar los espacios de una presencia femenina más incisiva” esto presupone que en la Iglesia cierto machismo progresivo sea “sanado por el Evangelio” también en la óptica del Evangelio, sea sanado el clericalismo que responde a lógicas de poder entendido como dominio.
Discípulos que transmiten el mensaje evangélico
Porque el clericalismo –que reduce la Iglesia a un club privado del que cada uno, que no sea Cristo, pretende tener las llaves– unido a un cierto machismo, en vez de valorar la novedad evangélica que lleva a construir una Iglesia de hermanos y hermanas, exalta las diferencias de forma distorsionada y realiza una desviación traicionando la identidad de la Iglesia, dado que la novedad evangélica ve juntos hombres y mujeres llamados al discipulado, al anuncio, al servicio para transmitir plenamente la riqueza del mensaje evangélico.
La colaboración efectiva entre mujeres y hombres en la Iglesia en la reciprocidad y el servicio es la dirección indicada por el Papa Francisco en sus repetidas intervenciones con respecto a la cuestión femenina. Ese servicio fundamental al que todos, hombres y mujeres, están llamados para hacer avanzar la Iglesia en el espíritu de Cristo. Para el Papa es necesario “profundizar cada vez más no solo en la identidad femenina, sino también en la masculina, para servir mejor al ser humano en su conjunto”, como ha afirmado.
Esta visión general que apunta al bien de todos, hombres y mujeres, puede proteger de la lógica reivindicativa, sin ocultar las sombras aún presentes y los pasos necesarios que aún hay que dar para una profunda valoración de las mujeres. Y dirigirse hacia “una profundización teológica que ayuda a reconocer mejor el posible papel de la mujer donde se toman decisiones importantes, en los distintos ámbitos de la Iglesia” podría ser un acto magistral.
Hablar sobre las heridas
Durante el encuentro sobre los abusos en el pasado mes de febrero, escuchando a una relatora el Papa quiso subrayar cómo en esa escucha “he escuchado a la Iglesia hablar de sí misma. Todos hemos hablado sobre la Iglesia. En todas las intervenciones. Pero esta vez era la Iglesia misma que hablaba” e “invitar a hablar a una mujer no es entrar en la modalidad de un feminismo eclesiástico… Invitar a hablar a una mujer sobre las heridas de la Iglesia es invitar a la Iglesia a hablar sobre sí misma. Y esto creo que es el paso que nosotros debemos dar con mucha fuerza: la mujer es la imagen de la Iglesia. Un estilo. Sin este estilo hablaremos del pueblo de Dios pero como organización, quizá sindicalista, pero no como familia dada a luz por la madre Iglesia”.
En la conclusión del Sínodo sobre la Amazonía, anunciando que convocará de nuevo la comisión sobre el diaconado femenino precisó: “No se trata de dar más funciones a la mujer en la Iglesia –así no se resuelve el problema– se trata de integrar a la mujer como figura de la Iglesia en nuestro pensamiento. Y pensar en la Iglesia con las categorías de una mujer”.
Testimonio decisivo
El Sínodo sobre la Amazonía por primera vez ha visto la presencia de 35 mujeres entre las cuales líderes de las poblaciones indígenas, expertas, laicas y religiosas. El ejemplo de una escucha atenta hacia los testimonios de estas mujeres lo dio el mismo Papa, como observaron y dijeron los participantes en la asamblea sinodal, haciendo despertar a esa reciprocidad masculino-femenino a una asamblea de obispos que sin su presencia probablemente se habría interrogado con menos valentía.
Un ejemplo demostrativo y de reconocimiento para que esta actitud pueda crecer y madurar como algo habitual en el seno de la Iglesia. Este Sínodo puso de manifiesto cómo el papel de la mujer en la Iglesia puede reconsiderarse e integrarse en el dinamismo sinodal y la conversión misionera, y cómo para el Papa en la cuestión de la mujer pasa una cuestión profundamente eclesial. Que es el de una renovada conciencia eclesial.