Hay personas que están empeñadas en la labor de frontera, mayoritariamente laicos –incluyo a las laicas– y se mueven en ese límite que, lejos de ser un encierro para ellos, se convierte en posibilidad de espacio para avanzar. Se mueven en las fronteras de la creatividad y la superación y son vistos como peligrosos o inquietantes. Estos laicos, muy necesarios por su valentía y convicción, necesitan también sentir que la comunidad eclesial está con ellos porque se mueven en terrenos movedizos en los que lo nuevo causa, siempre, una cierta prevención.
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Puede parecer poco arriesgado decir que, planteamientos tradicionales como cuerpo/alma, naturaleza/gracia, cielo/tierra que requieren un lenguaje nuevo y un diseño diferente, es correr un cierto riesgo en una Iglesia que todavía se mueve con la cuestionable certeza de “porque siempre se ha hecho así”. “A vino nuevo, odres nuevos”, es una frase que conviene tener presente, porque como consejo evangélico es insuperable. Y el evangelio es frontera.
De todos es sabido que las ciencias adelantan que es una barbaridad, y ese avance, nos sitúa ante formas complejas que son difíciles de predecir pero ante las cuales, los laicos comprometidos, prestan atención antes de que nos sorprendan sin estar preparados: inteligencia artificial, el estudio en el avance del genoma humano o la energía sostenible –donde la teología moral y la tan necesaria filosofía del lenguaje tendrán mucho que decir acorde con la realidad– son algunas de ellas.
La “Iglesia en salida” o la “Iglesia de puertas abiertas” de Francisco es mucho más que una actitud pastoral. Rumi, filósofo místico sufí nacido en Afganistán, decía que cuando se golpea una alfombra, los golpes no van contra la alfombra, sino contra el polvo que contiene. Los laicos –necesarios– que se mueven en la frontera del pensamiento van a ayudar a mantener limpia la Iglesia y se merecen todo el reconocimiento.