Tribuna

Las bienaventuranzas del obispo

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Lo que el papa Francisco transmitió a los obispos italianos es su visión de la misión episcopal. Los obispos no son un club de perfectos para guiar a los pobres pecadores. Los obispos no son funcionarios, sino pastores, y tienen la responsabilidad de acompañar a un Pueblo. Con sus bienaventuranzas, el Papa osó guiar a los pastores con una nueva lógica. Esta novedad es profética e inconformista. La propuesta del Papa intenta humanizar más a los obispos, a los que algunos ven como eclesiásticos de élite y personas privilegiadas.



Los que vivimos esta responsabilidad sabemos que la mitra y el báculo comportan mucha responsabilidad sobre las personas y las situaciones. Si la misión del obispo consistiese en presidir solemnes celebraciones, quizá la vida episcopal sería más sencilla. Pero todos sabemos que el “sí” al ministerio episcopal incluye santificar, gobernar y enseñar al Pueblo de Dios. Esta misión es exigente, es ascética. Esta misión exige la vida: en el rito de ordenación episcopal, el obispo electo dice “sí” hasta la muerte. La llamada al episcopado conlleva una forma sacrificial.

Viviendo en una sociedad secularizada y en una Iglesia frágil, los obispos tienen que ser los hombres de lo esencial. La responsabilidad no deja espacio para lo mundano, lo superficial y lo artificial. En tiempos de crisis, hay que ser auténticos. Los obispos no pueden pedir a los sacerdotes, religiosos, religiosas y diáconos que lleven una vida ejemplar si ellos no dan ejemplo. No se trata de vivir una exigencia por voluntarismo o por oportunismo histórico, se trata de ser testigos de Jesús en un mundo que ha perdido el gusto de la vida y el gusto de la gratuidad.

1. Bienaventurado el obispo que hace de la pobreza y del compartir su estilo de vida, porque con su testimonio está construyendo el reino de los cielos

Ante la lógica del poder, del tener, del saber y del hacer, el papa Francisco propone a los obispos la pobreza. Un estilo de vida austero y serio en el que se refleje lo esencial de nuestra vocación. Francisco insiste en el estilo de vida austero. Me parece que el estilo de vida de un obispo es un sermón no verbal mucho más eficaz que nuestros discursos. La tentación de la seguridad por el tener y el acumular cosas nos recuerda el pasaje del evangelio de san Lucas (cf. Lc 12, 16-21). Dios le pide no lo que tiene, sino lo que es.

El resultado es dramático: el hombre es hábil y rico, pero se encuentra con los graneros llenos y con una vida vacía. Un obispo que opta por una vida pobre pone su confianza en Dios, vive con lo esencial y comparte con los más pobres. La alternativa de la pobreza nos libera de comportamientos superficiales y artificiales. La pobreza, como sabemos, no es un objetivo, sino un medio, pero un medio que es barómetro de la calidad de vida espiritual que tenemos. El desapego de los bienes nos da libertad espiritual y autoridad moral.

2. Bienaventurado el obispo que no teme surcar su rostro con lágrimas, para que en ellas puedan reflejarse los dolores de la gente, las fatigas de los presbíteros, encontrando en el abrazo con quien sufre la consolación de Dios

Ante la visión de un obispo digno pero distante, Francisco pide humanidad. Que el pastor no sea indiferente o insensible a lo que su pueblo vive. Que sea capaz de consolar y de tener compasión con el que sufre. ¡Vemos tantas lágrimas y tanto sufrimiento en la vida de nuestros fieles! En estas situaciones se predica con más eficacia gracias a comportamientos de compasión por la proximidad que a protocolarias declaraciones. Ante el sufrimiento humano, es mas evangélico actuar que declarar. La primera carta de san Juan nos invita a amar no de palabras, sino con los hechos (cf. 1 Jn 3, 18). La proximidad con las personas aumenta la autoridad natural y aleja del poder.

Obispos

3. Bienaventurado el obispo que considera su ministerio un servicio y no un poder, haciendo de la mansedumbre su fuerza, dando a todos derecho de ciudadanía en el propio corazón, a habitar la tierra prometida a los mansos.

Ante la tentación del poder social y el prestigio religioso, Francisco refresca la memoria de los obispos. No nos nombraron para dominar o seducir, sino para servir. La mansedumbre no es una virtud que esté de moda. Es más, vivimos en una sociedad occidental en la que se intenta dominar a través de la cultura, la política, la economía o la religión. La lógica dominante/dominado provoca muchos dolores en las personas y muchas heridas en la vida colectiva. La mansedumbre evangélica nos humaniza y nos salva de la tentación primaria que puede conducir al fratricidio. Jesús fue hasta la cruz sin violencia. Jesús es el ser pacificado que nos muestra el ejemplo a seguir.

4. Bienaventurado el obispo que no se cierra en los palacios de gobierno, que no se convierte en un burócrata más atento a las estadísticas que a los rostros, a los procedimientos que a las historias, tratando de luchar al lado del hombre por su sueño de justicia de Dios porque el Señor, encontrado en el silencio de la oración cotidiana, será su alimento.

Ante la tentación del funcionariado, que encierra al obispo en el sector administrativo y que le distancia de su Pueblo, Francisco nos recuerda que la oración y la vida espiritual nos salvan de comportamientos profanos que siguen la tiranía de las estadísticas, de la cantidad y del poder. Es fácil estar orgulloso porque la economía va bien, porque los sacerdotes prosperan y porque no faltan vocaciones. Es fácil, también, desanimarse porque la vida eclesial es frágil. Creo que el mensaje del papa Francisco es el reto de desarrollar un santo desapego humano con fundamento espiritual. Este desapego es libertad. Y esta libertad solo se logra si el obispo es sólido en su vida interior.

5. Bienaventurado el obispo que tiene corazón por la miseria del mundo, que no teme mancharse las manos con el barro del alma humana para encontrar el oro de Dios, que no se escandaliza del pecado y de la fragilidad de los demás porque es consciente de la propia miseria, porque la mirada del Crucifijo Resucitado será para él sello de infinito perdón.

Ante las miserias y las fracturas de los seres humanos, Francisco propone a los obispos tener un corazón de carne y no de piedra. Hoy en día es fácil juzgar y condenar. En las redes sociales se ha creado una nueva Inquisición. Esta inquisición es mediática. Hoy se juzga y se condena al que no es como yo, al que piensa diferente, al que tiene otra historia… Paradójicamente, junto a estas actitudes, se habla de respeto y de tolerancia. Vivimos tiempos de una gran inmadurez relacional, atravesada por una profunda división interior de los seres humanos.

Por eso se llega a una mentalidad tribal en la que se protege a los que son como yo y piensan como yo, y se ataca al que es diferente porque es considerado como un enemigo. En estos movimientos emocionales, la ideología aplasta al ideal. Francisco pide a los obispos estar a la altura del Evangelio. El pastor ve lo que está bien y lo que está mal, es episcope. El pastor tiene que anunciar el Bien y denunciar el mal. Pero el pastor tiene siempre en cuenta el bien de las personas. No se trata de ser ni flojos ni duros.

La vida no es un juego entre los laxistas y los rigoristas. El simplismo binario excluye el bien real de las personas. Por eso, el obispo no se escandaliza del pecado de los demás porque es consciente de su pecado. El obispo no es cómplice del pecado de los demás, sino que respeta la historia, la sensibilidad y el ritmo de cada persona en el camino hacia el ideal evangélico. Así, conocemos conversiones rápidas y otras más lentas. El obispo tiene que ver en el pecador un potencial de cambio y de evolución. Sin esta percepción, se entierra el Evangelio y su vitalidad pascual.

(…)

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