Tribuna

Las mujeres africanas cargan sobre sus hombros al continente… y a la Iglesia

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Desde cualquier punto de vista, hablar sobre África, o las Áfricas, sus mujeres y sus pueblos comporta el riesgo de ser repetitivos ya que parece que todo se ha dicho. El cliché es más o menos siempre el mismo y, aunque se hagan saltos mortales, el imaginario es inamovible y no es capaz de absorber aquello que no refleje las milenarias ideas preconcebidas de cualquier novedad. Y sin embargo, en África siempre se ha dicho: “Ex Africa semper aliquid novi!”.



Hace años, un periodista para el que África se había convertido en la pasión de su vida, llegó a decir que “el tema” de África no vendía, que no atraía en el mercado. ¡Qué miopía! Qué memoria tan corta porque, con los números en la mano, recordemos que el 80% del bienestar del llamado “norte” del mundo proviene de África.

Frente a la invitación de Donne Chiesa Mondo de dar una opinión, se abrían dos posibilidades: rechazar el ofrecimiento o intentar narrar el futuro de esta parte del mundo centrando el relato en la Iglesia, África y la Mujer. Una gran apuesta que tratamos de dar, intentando dejar de lado los estereotipos, descolonizando la mirada y la mente y acompañado así otra narrativa de este inmenso continente en forma de corazón. Hemos elegido la segunda alternativa con una premisa: cantada o no, la liturgia eclesial africana nunca puede prescindir de ellas, sus mujeres, la columna vertebral que sostiene y cuida el desarrollo de todos los aspectos de la vida.

África: parte del mundo

Tanto si hablamos de África, o más elegantemente de “las Áfricas”, para el imaginario colectivo este continente es un mundo aparte. No es así como se percibe a las mujeres y a hombres que nacieron en esta tierra.

África no es un mundo aparte, sino parte del mundo. Y lo que sucede en todas partes del mundo, para bien o para mal, también ocurre en África. Punto. También se aplica al problema de la relación entre la mujer y la Iglesia. Queremos hablar de eso.

África-mujer-Iglesia: una historia que reescribir

Una gran hija de África, la maliense Aminata Traoré, escribió: “Si te sientes como un mendigo, te comportarás como un mendigo. Para recuperar nuestro futuro, lo primero que debemos hacer es descolonizar nuestros espíritus”. Para ello, hay que reescribir la historia, pero esta vez deben hacerlo quienes han sido considerados los vencidos, o las vencidas, en este caso. Durante demasiado tiempo África ha estado presente en la estructura social como un oyente sin derecho a hablar ni a responder.

Incluso en la Iglesia. El camino de la evangelización en África no siempre ha tenido en cuenta la vida de sus pueblos como el lugar sagrado donde siempre ha habitado Dios. Muchas veces hemos dejado de considerar las culturas, las creencias y la espiritualidad de los pueblos de África como el terreno fértil donde cultivar la exuberante planta del Evangelio.

En el peor de los casos, se ha hecho tabula rasa y el suelo se ha sembrado con semillas de otras tierras, favoreciendo muchas veces sin saberlo una profunda dicotomía entre la vida vivida en el surco doméstico de la Religión Tradicional Africana, y la Buena Nueva de Jesús, muchas veces presentada por una multitud de Iglesias divididas e incluso opuestas entre sí.

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Pese a que es considerada “un pulmón de espiritualidad”, –tal y como Benedicto XVI definió África en la apertura de la segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los obispos, 2009–, hoy nos encontramos con un continente donde el porcentaje de los cristianos es alto, pero el mensaje de liberación que es la Buena Noticia todavía lucha por encontrar la plena ciudadanía en la vida cotidiana de millones de mujeres y hombres.

La experiencia de la transformación inherente al mensaje cristiano se ha acogido de manera extraordinariamente viva en las liturgias, donde no se cuentan las horas para celebrar la belleza del creer. Son demasiados los pueblos que salen de celebraciones cálidas y coloridas y se encuentran viviendo en situaciones de marginación, empobrecimiento e injusticia que ofenden profundamente la dignidad humana y la verdad del Evangelio.

Además, nos parece que la Iglesia que está en África, y la Iglesia universal, aún carece de páginas fundacionales de narración, historias inéditas de hombres y mujeres que han sabido transformar el mensaje de Cristo en una vida vivida, pagando caro su existencia a favor de un testimonio cristalino de los valores del Evangelio. Hay hombres y mujeres que nos han regalado páginas de valientes reflexiones, una teología africana capaz de tocar las cuerdas del alma de sus pueblos, una literatura singular que, con multiplicidad de estilos, celebra el sentido y el fluir de las épocas de la vida y de los acontecimientos que la acompañan con ejemplar claridad.

Se sabe muy poco. Nos gustaría saber, el tipo de bibliografía que se utiliza en los seminarios africanos o en las casas de formación religiosa ¿Qué nuevas generaciones pueden surgir de estos lugares que marcan el camino de la fe en una comunidad cristiana si no se tiene el valor de acercarlos a la fuente viva de las propias raíces y culturas? Seguir prestando conocimientos, obras, ideas, conceptos, teologías y santidad solo refuerza el estereotipo que representa a África como un contenedor que solo recibe. La historia debe reescribirse.

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Ya existen volúmenes importantes, pero hay que tener el valor de leerlos, compartirlos, apropiarnos de ellos y difundirlos. Hace años, cuando el viento de las intolerancias ya era fuerte y varias fronteras comenzaban a atrincherarse, Lilian Thuram, un futbolista francés nacido en Guadalupe, escribió el libro Mis estrellas negras, de Lucy a Barack Obama. En el prefacio narra: «Durante mi infancia me mostraron muchas estrellas. Los admiraba, los soñaba: Sócrates, Baudelaire, Einstein, el general De Gaulle… Pero nadie me habló nunca de las estrellas negras. No sabía nada de mis antepasados». Se arma de valor para encontrar a casi cincuenta hombres y mujeres, en el firmamento de esas estrellas negras que desconoce.

Pensando en la historia del continente, y en concreto de la Iglesia en África, ya llegamos tarde para narrar la evolución de la experiencia cristiana y su impacto en la sociedad a partir de hombres y mujeres, jóvenes y mayores que a lo largo de los siglos han trazado el camino africano a la santidad. Hojeando calendarios litúrgicos o martirologios universales, ¡parecería que para los santos y las santas africanas el delito de clandestinidad también rige en el Paraíso! Sin olvidar que ahora es imperativo contar con una narración de fe que hable del discipulado integral siguiendo las huellas del Nazareno.

Durante demasiados siglos se ha despreciado a África, se trata de un deber de justicia y verdad. Ánimo, mujeres de África, leed estas páginas. Juntas debemos tener el valor de señalar las estrellas negras que iluminan el firmamento de la Iglesia universal. En palabras de Thuram «toda persona necesita estrellas para poder orientarse, necesita modelos para construir la autoestima, para cambiar su imaginario, para romper los prejuicios que proyecta sobre uno mismo y sobre los demás».

Un Sínodo para escuchar a las mujeres

El Papa Benedicto XVI, en la audiencia general del 14 de febrero de 2007, aseguró: «La historia del cristianismo habría tenido un desarrollo muy diferente si no hubiera sido por la generosa contribución de muchas mujeres. Por eso, como escribió mi venerado y querido predecesor Juan Pablo II en la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, la Iglesia da gracias por todas y cada una de las mujeres. La Iglesia agradece todas las manifestaciones del “genio” femenino que se ha manifestado a lo largo de la historia en medio de todos los pueblos y naciones. Da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad. Les da las gracias por todos los frutos de la santidad femenina».

Nos atrevemos a sugerir que no solo la historia del cristianismo, sino toda la historia de la Salvación, desde la primera Eva hasta la Mujer del Apocalipsis, habría sido una historia completamente diferente sin la presencia y contribución de las mujeres.

En las dos Asambleas Especiales del Sínodo de los Obispos para África (1994 y 2009) se habló del papel de la mujer en la Iglesia. Surgieron propuestas, promesas y muchos e infinitos pequeños pasos, pero nada comparado con las expectativas que tenían y tienen en el corazón las comunidades cristianas y sus mujeres.

Claro es que los Sínodos son plataformas privilegiadas y areópagos que el Papa convoca para escuchar, conocer, compartir e iluminar los pasos de la Iglesia en el signo de la sinodalidad. Pero si en la Iglesia es genuina la pregunta sobre cómo iniciar un diálogo abierto sobre la cuestión femenina nos preguntamos: ¿por qué no un futuro Sínodo en el que las mujeres hablen con el Papa para relatar, explicar e indicar colegialmente los caminos a seguir para su mayor participación dentro y en beneficio de toda la Iglesia? ¡Sería extraordinario poder hacer esto quizás hablando de la Iglesia de África!

El viaje del Papa Francisco a República Centroafricana para abrir la Puerta Santa con motivo del Jubileo Extraordinario de la Misericordia fue un brillante ejemplo de cercanía al sufrimiento y la esperanza de un pueblo que durante demasiado tiempo ha padecido las consecuencias de múltiples tensiones e incertidumbres sin fin.

No tener miedo de nombrar a la mujer

Para hablar adecuadamente de África, de la Iglesia y de las mujeres que sostienen sobre sus hombros este continente (incluida la Iglesia), es necesario cambiar la mirada, el tono de voz y sobre todo, el idioma. Lo que siempre denota una determinada mentalidad.

Qué triste es escuchar a ciertos ministros ordenados dirigirse a las mujeres consagradas como si estuvieran hablando con niñas a las que instruir y acompañar. Al hablar de África, de sus pueblos, de sus mujeres y de mujeres consagradas se escuchan frases como: “estas Iglesias son (siempre) demasiado jóvenes”; “todavía necesitan tanto allí”; “todavía no están listos/listas”; “¡nunca harán lo que hicimos nosotros!”. Dejan entrever la mentalidad de quienes observan este continente con un sentido de superioridad mal disimulado y consideran a estos pueblos más víctimas que interlocutores.

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Las mujeres africanas no están esperando que alguien venga a rescatarlas. Desde tiempos inmemoriales, caminan descalzas y cargan el continente sobre sus hombros (incluida la Iglesia). Son las que cuidan de la humanidad y las que pagan con la propia vida, la vida de los demás. Guardan y transmiten la fe. Viéndolas con una mirada transparente, parece que se las puede hallar envueltas en un hilo invisible que las une a todas. Cada mañana parece que se puede sentir el cálido abrazo de estos millones de manos femeninas que sostienen, acarician y mecen la humanidad herida de los pueblos de África.

La cuestión del lenguaje, poco considerada y subestimada, tiene una importancia relevante. La Iglesia, y los hombres de Iglesia, deben aprender a nombrarnos y no a sobreentendernos. No es un mero ejercicio de sintaxis el intentar usar y exigir un lenguaje inclusivo. El problema es que, a fuerza de no incluirnos en sus discursos, la Iglesia también nos hace invisibles a nosotras mismas.

Durante la segunda Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para África en la que una de nosotras participó como auditora (Elisa) esperábamos que los obispos se dirigieran a las mujeres como nunca antes llamándolas, “queridas hermanas y madres de África”. Y también habíamos sugerido qué decirnos: “Nos dirigimos a ustedes como hijos ante todo. Porque ustedes son las maestras de la paz, la armonía y la reconciliación. Hoy les pedimos que caminen con nosotros en el proceso de renacimiento, curación y justicia para nuestra África. Ustedes, que siempre han recorrido nuestras calles y las conocen palmo a palmo, nos guiarán y nos mostrarán qué caminos elegir para no perdernos en un laberinto de interminables discursos. A ustedes encomendamos el presente y el futuro de las naciones”.

Han pasado once años desde ese Sínodo y las mujeres de África aún esperan ser consultadas e incluidas. Mientras tanto, una multitud silenciosa de comunidades cristianas siguen dando testimonio del Evangelio, la Buena Nueva tejida en la carne y la vida cotidiana del continente que acogió a Jesús, refugiado en Egipto, y le ayudó a llevar la Cruz en ese Simón, natural de Cirene, “encontrado en el camino” (Mateo 27, 32).

Pero no perdamos la esperanza. Después de todo, ¡las mujeres fuimos las primeras en recibir el anuncio de la Resurrección!

Vocaciones

Mientras que en el resto del mundo la escasez de vocaciones ya está provocando efectos colaterales (envejecimiento, propiedades inmensas y vacías, brecha generacional), en África desde hace años la vida consagrada de las mujeres encuentra un terreno fértil en el que crecer y extenderse. Sin embargo, esta vivacidad no siempre se ve con gran simpatía entre los pasillos de los institutos de histórica fundación.

Aquí hallamos la retórica habitual: “¿pero son verdaderas vocaciones?, ¿vienen con nosotros para estar mejor, a lo seguro, para estudia?r”. Lugares comunes que hacen daño. Las vocaciones ministeriales y religiosas que surgen en África son un don que Dios da a la Iglesia para el bien de toda la Iglesia y de la humanidad. El discernimiento es imprescindible, en África como en todas partes.

La vida religiosa africana está teniendo un impacto profundo en la vida de la Iglesia y de la sociedad. Son significativas las palabras de sor Giuseppina Tresoldi, misionera comboniana que durante años ha seguido, en nombre de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, el camino de las religiosas en África: “Entran en el tejido social y de la Iglesia y provocan una transformación actuando en los sectores vitales de la educación, la salud y la formación cristiana del pueblo. El potencial de la vida religiosa en África está fuera de toda duda. Cómo canalizar la riqueza de los diversos carismas y ministerios dentro de la Iglesia para su crecimiento y santificación haciendo resaltar su rostro africano sigue siendo un gran desafío para cada congregación y obispo diocesano”.

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De ahí el llamamiento a los obispos a mirar la vida consagrada femenina con más equidad y respeto y a no pensar solo en los seminarios y la formación de los sacerdotes, sino también en dar igualdad de oportunidades de formación a las religiosas y laicas. Enriquecer su ministerialidad y beneficiarse de su experiencia.

Llamamiento a las mujeres

Las religiosas y las mujeres que viven en todos los rincones de África (como también en otros países del mundo) deben tener el valor de pedir a la Iglesia que nos mire con los ojos de Jesús, que supo reconocer a la mujer como fiel coprotagonista de su Misterio Pascual, y reclamar el espacio que es nuestro dentro de los lugares donde se votan las decisiones, –humanas, de fe y de pertenencia cultural–, sobre nuestra propia vida y la vida de nuestras comunidades.

Deben estar presentes en los caminos que prevén la formación integral de la persona, no solo en proyectos de desarrollo humano, sino también en seminarios, de manera que se amplíe la visión de la mujer no solo como madre, hermana o cocinera, sino como alumna, maestra, teóloga y profesional. Y reclamar más la urgencia de nuestra corresponsabilidad eclesial, no como excepción sino como hábito.

No es un camino fácil, lo sabemos. Pero siguiendo los pasos de las innumerables Madres de África, se invita a las generaciones más jóvenes al valor de la resiliencia. O mejor, resistencia. Porque expresa mejor el esfuerzo, el orgullo y la terquedad que une a las mujeres africanas. Que resisten para que sus pueblos puedan existir. También para recuperar la posesión de esas antiguas raíces de la historia que honra a África no solo como la cuna de la humanidad, sino también como la guardiana de la Tierra donde todas y todos hemos aprendido a mirar hacia el Cielo.

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