¿Aceptarían los hombres (masculino) verse representados por un Concilio o por un Sínodo compuesto solo de mujeres que tomaran decisiones por ellos? Creo que no. Las mujeres desde hace siglos sufren la exclusión institucional de todos los órganos de gobierno de la Iglesia.
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El problema grave es que no reconocerles la capacidad de participación en los procesos de decisión significa estar anclados en la visión aristotélico-tomista, que considera al poder femenino “contra natura” (¡la mujer es “hombre incompleto”!) y no conferir dignidad y autoridad: las mujeres permanecen invisibles, necesitadas de la mediación masculina que controla, aprueba y dirige. ¿Es esto aceptable?
La preocupación del Papa Francisco por la participación de las mujeres en roles de liderazgo ha hecho que la cuestión del poder en la Iglesia sea más actual que nunca, reabriendo antiguas cuestiones. ¿Quién debe gestionar la autoridad en la comunidad eclesial y cómo pueden ejercerla las mujeres?
Preguntas que han atravesado el cristianismo desde sus orígenes, creando momentos de conflicto entre los discípulos y las discípulas y que han tenido como resultado la estructura jerárquica estrictamente masculina de una comunidad religiosa concebida como un modelo único y absoluto.
Por el contrario, el servicio fraterno indicado por Jesús de Nazaret debía ser ajeno a cualquier forma de dominio sobre los demás (Mt 20, 25-27 y par.) y la comunidad, en imitación del Maestro, debería haber creado una convivencia basada en el servicio mutuo (diaconía) entre todos sus componentes. Las mujeres son elogiadas cuando se ponen “al servicio de los demás”, pero no lo son cuando piden el “servicio ministerial”, que aún hoy está vinculado a formas intolerables de hegemonía clerical que el Papa ha denunciado en repetidas ocasiones.
El clero debería estar más educado para escuchar a las mujeres y crear espacios para ellas para una presencia no decorativa y consultiva, sino de habla y toma de decisiones, para que ya no se sientan invitadas, sino, protagonistas en las diversas áreas de la vida eclesial. No debería incidirse más en el definir el ser femenino para exaltar sus virtudes y relegarla a roles limitados y subordinados. Más bien, debe reflexionar sobre ellos y meditar sobre la propia masculinidad y sobre la dificultad de aceptar la alteridad.
Pero ¿es suficiente para las mujeres ser miembros de pleno derecho de los órganos de gobierno para cambiar la Iglesia a mejor? Aquí está el otro desafío que tendrán que enfrentar para no caer en la red de la autoridad aplastante. No es necesario demonizar el poder, sino devolverle el significado positivo y necesario del gobierno al servicio de la vida eclesial repensando los modelos eclesiológicos tradicionales de acuerdo con los principios de comunión y corresponsabilidad más adecuados a nuestra sensibilidad actual.