Tribuna

Las religiosas mártires de Yemen

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“Un día Dios decidió asomarse desde el cielo para ver cómo iban las cosas en la Tierra. Inmediatamente notó que Londres había cambiado mucho desde la última vista y que Egipto no era en absoluto como lo recordaba. Pero Yemen… bueno, –sonrió Dios–, Yemen no ha cambiado nada desde el día que lo creé”. Escucho esta antigua leyenda mientras un paisaje lunar fluye ante mis ojos cuajado de grandes cráteres grises que descienden hacia la inmensa playa desierta.



El silencio se ve solo roto por el lento romper de las olas y el graznido de las gaviotas. No se ve una casa ni, a decir verdad, ningún otro signo de vida humana hasta donde alcanza la vista. Estamos en la costa sur de Yemen y parece que nada ha cambiado desde el primer día de la Creación. Pero es dudoso que hoy Dios pueda sonreír complacido al ver este paisaje porque esta arena blanca esconde un terrible secreto.

Esas piedras volcánicas esparcidas por la playa no están ahí por casualidad, sino que señalan la presencia de fosas comunes. Docenas y docenas de cuerpos de hombres, mujeres, niños. Los somalíes que huían de su país en pequeñas embarcaciones, que morían al cruzar el golfo de Adén, a menudo se ahogaban a pocos metros de la orilla porque no sabían nadar. Los pescadores de un pueblo cercano los enterraban cavando grandes hoyos en la playa.

Por el número de piedras negras podemos hacernos a la idea de cuántos cadáveres reposan allí. “Veinte piedras, veinte cuerpos…”, explica Aoud, un joven yemení que nos acompaña en el lugar. “No se pudo hacer más porque sus rostros eran irreconocibles y sus documentos se perdieron en el mar”. Enterrados sin nombre ni lápida, sus seres queridos nunca tendrán un lugar para llorarlos. Escucho la historia del último naufragio y me pregunto cómo es posible que tanto dolor conviva con tanta belleza.

Yemen1

De niño solo podía pensar en la guerra en blanco y negro, bajo un cielo oscuro, el aire frío y la tierra sucia. Incluso ahora me cuesta imaginar que algunos jóvenes de la edad de mi hijo hayan muerto peleando en un campo en flor, asustados, bajo un cielo azul y un aire suave y cálido. O que jóvenes como Amhal, con el que jugué unas horas antes en un campo de refugiados, se hayan ahogado en un mar tan hermoso y ahora estén ahí debajo, cubiertos de arena.

Es 12 de marzo de 2008. En Yemen nos toca hacer un reportaje con Andrea Martino para Tg2Dossier sobre este país suspendido entre el cielo y el infierno. En esta ocasión me encuentro con las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta, en sus hogares de Saná y Adén, donde acogen a personas pobres con discapacidades físicas o mentales, incluidos algunos refugiados somalíes.

No puedo olvidar la sonrisa de aquellas monjas, la sensación de profunda paz que transmitían. En marzo de 2016, ocho años después de mi viaje a Yemen, el refugio de Aden fue atacado por un comando de hombres armados, probablemente terroristas islámicos, que mataron a cuatro de las cinco monjas y a dieciséis voluntarios que asistían a los ancianos. Todas las víctimas fueron encontradas con las manos atadas y una bala en la cabeza.

Un país peligroso

Yemen aún no se había sumido en una guerra civil pero nuestro viaje, organizado por ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados, ya se consideraba peligroso debido a los frecuentes secuestros de extranjeros y la presencia de células activas de Al Qaeda. Una de las rutas que tuvimos que tomar para atravesar el país de norte a sur es la llamada carretera Bin Laden, construida por el padre de Osama Bin Laden, el ideólogo del atentado a las Torres Gemelas. Nos vimos obligados a viajar escoltados, acompañados por una camioneta con una gran ametralladora. Eran todas precauciones necesarias porque un convoy de la ONU había sido objeto de disparos recientemente.

El primer encuentro con las misioneras de la caridad fue en la capital, Saná. Cuando cruzas las murallas de la ciudad vieja pierdes el sentido del tiempo, te transportas a un mundo de cuento de hadas con esos coloridos edificios que parecen de cartón y, en cambio, son de barro con las fachadas de barro blanco y las balcones tallados que parecen un encaje de bolillos.

Se comprende entonces por qué Pier Paolo Pasolini estaba fascinado por este lugar hasta el punto de que llegó a filmar un documental sobre las antiguas murallas de Saná para llamar la atención de la UNESCO. Pasolini fue el primer escritor en descubrir a la Madre Teresa de Calcuta. Antes que muchos cardenales de la Curia o que la prensa católica, él la conoció en 1961 en Calcuta cuando el nombre de la monja albanesa aún no decía nada a los medios internacionales. Le llamó la atención “su dulce mirada” y su “bondad sin sentimentalismos sino serena y poderosamente práctica”.

Ningún símbolo de la fe cristiana

Eran las mismas cualidades humanas que iluminaban la mirada de las monjas en la casa de Saná donde albergaban a una veintena de personas abandonadas, “los más pobres de los pobres”, como quería la Madre Teresa. El edificio no mostraba ningún símbolo de la fe cristiana en el exterior. Este detalle había llamado la atención de algunos colegas.

Querían hacer decir a las religiosas, –unas indias, otras africanas–, lo que no podían decir y es que el país que habían elegido para dar testimonio del Evangelio, Yemen, era un país difícil, con una historia intrincada entre el Islam y el marxismo, y en esa situación no era prudente exhibir los signos de la fe cristiana en público. Eran muy conscientes de los peligros que corrían.

Recuerdo la reacción de un colega que insistía, con tono casi de reproche, preguntando qué sentido tenía entonces para las misioneras quedarse en ese lugar si no podían “evangelizar”. Como si evangelizar significara hacer prosélitos y no dar testimonio de la propia fe con la propia vida, incluso en los lugares más hostiles, confiando al buen Dios la eventual conversión de las personas encontradas. En esta discusión había perdido de vista a mi intérprete, un somalí de religión musulmana.

Una huésped agradecida

Empecé a buscarlo y lo encontré sentado en una cama hablando con una anciana, huésped de la casa de las Misioneras de la Caridad. El hombre tenía los ojos bañados en lágrimas. Le pregunté qué pasaba, por qué lloraba. Solo murmuró algunas palabras y sacudió la cabeza. Después de unos minutos se recuperó y me dijo que esa mujer era somalí como él: “La tratan como a una reina. Solo me dijo eso, que las monjas la tratan como a una reina”.

Muchos años antes, la mujer había huido de Somalia. Había sido víctima de la violencia y había tenido que llorar la muerte de muchos familiares, víctimas de la guerra civil. Había conseguido llegar hasta Yemen después de cruzar el golfo de Adén en un bote de goma, pero luego, después de vagar sin rumbo fijo y sin ninguna ayuda, su vida se había hundido cada vez más en la depresión y la brutalidad. Un desastre humano.

Las monjas la habían recogido de la calle. Y la habían tratado como si a sus ojos fuera la persona más importante del mundo, “una reina”, como no dejaba de repetir asombrado el intérprete. Ahora estaba bien cuidada, más serena, fuera de la oscuridad y llena de gratitud.

Un cristianismo adaptado

El segundo encuentro con las Misioneras de la Caridad tuvo lugar en la ciudad portuaria de Adén. Nos reunimos en la Iglesia de la Sagrada Familia en el barrio de Crater, la iglesia más antigua de Adén. Las religiosas con el sari blanco ribeteado de azul nos saludaron con su habitual sonrisa. Podrían haber compartido pensamientos y problemas con nosotros sobre su precaria seguridad. En cambio, prefirieron transmitirnos su alegría, cuya fuente radica en la relación con Cristo.

Al salir de la iglesia, conocimos a las únicas tres familias cristianas yemeníes de Adén. En toda la ciudad había solo trescientos católicos, en su mayoría extranjeros, inmigrantes filipinos o indios. También había una presencia muy pequeña pero conmovedora de católicos nativos. Las mujeres llevaban tatuadas las manos al estilo árabe. El rosario y la henna. Cuando viajo a Oriente Medio, a África o América Latina siempre me impresiona ver cómo el cristianismo puede extenderse y expresarse en todas las culturas asumiendo sus rasgos particulares sin distorsionarse.

Religioas Asesinadas Yemen

Esas mujeres católicas yemeníes nos dijeron que habían recibido la fe de sus padres quienes, a su vez, la habían recibido de sus abuelos. Junto a ellas estaban las hermanas de la Madre Teresa, alegres. No recuerdo sus nombres. No sé si esas monjas eran las que estaban en Adén cuando a las ocho de la mañana del 4 de marzo de 2016, mientras servían el desayuno a sus pobres, una manada de bestias humanas irrumpió en su hogar y ejecutó a cuatro de las cinco misioneras (una logró esconderse y sobrevivió) y dieciséis voluntarios inocentes. Las asesinadas se llamaban hermana Annselna, hermana Judith, hermana Margarita y hermana Reginette. Una era de nacionalidad india y las otras tres africanas.

La presencia más indefensa

Antes del crimen, hubo ya señales de un peligro inminente. El año anterior, la iglesia de Crater había sido saqueada y luego incendiada. La condición de las religiosas se había vuelto más difícil con la guerra civil que estalló a principios de 2015. Las Misioneras de la Caridad eran la presencia más indefensa, el blanco más expuesto a la locura integrista. Decidieron no salir del país. Permanecieron en Adén.

El texto de la carta fue revelado por Tv2000 el 12 de marzo de 2016. Supuso para mí una profunda emoción descubrir la existencia de esa carta y poder difundirla:

“Cada vez que los bombardeos se hacen pesados nos arrodillamos ante el Santísimo expuesto, implorando a Jesús misericordioso que nos proteja a nosotros y a nuestros pobres y conceda la paz a esta nación. No nos cansamos de llamar al corazón de Dios, confiando en que todo esto tendrá un final. Como la guerra sigue, nos toca ir calculando cuánta comida necesitaremos. Los bombardeos continúan, hay tiroteos por todas partes y tenemos harina solo para hoy. ¿Cómo vamos a alimentar a nuestros pobres mañana? Con amorosa confianza y total abandono, las cinco corremos hacia la casa de acogida, aunque los bombardeos sean intensos. A veces nos refugiamos bajo los árboles pensando que esta es la mano de Dios que nos protege. Y luego corremos de nuevo rápidamente para llagar hasta nuestros pobres que nos esperan tranquilos. Son muy ancianos, algunos ciegos, otros con discapacidades físicas o mentales. Inmediatamente comenzamos nuestro trabajo limpiando, lavando y cocinando los últimos sacos de harina con las últimas botellas de aceite, tal como la historia del profeta Elías y la viuda. Dios nunca puede ser superado en generosidad mientras permanezcamos con Él y sus pobres. Cuando los bombardeos son fuertes nos escondemos debajo de las escaleras, las cinco siempre unidas. Juntas vivimos, juntas moriremos con Jesús, María y nuestra Madre”.

*Artículo original publicado en el número de julio de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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