Quizás uno de los factores relevantes a la hora de tomar una decisión tan dolorosa como el suicidio tiene que ver con la vergüenza de nuestro ser. Muchos se crían en un nido de espinas, sin amor incondicional, con familias tóxicas, relaciones disfuncionales y un entorno hostil y sobreexigente en todas las dimensiones humanas. Desde pequeños, la cultura, impuesta como dogma en redes sociales y medios de comunicación, les impone a muchos la perfección en lo corporal, cognitivo, emocional y hasta en lo espiritual, produciendo una brecha infranqueable entre lo que se percibe como realidad y la expectativa que se debe lograr.
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Así, desde muy pequeño se comienza a convivir con una tortura interna feroz para tratar de pertenecer a los que aparentemente sí alcanzan el olimpo en vida. Con ello, se produce un agravante más: la vulnerabilidad, la fragilidad, el miedo, la culpa, la soledad se esconden de todos y de todo porque es un signo más de fracaso en esta carrera y competencia social.
Se oculta cada tropiezo
La procesión se lleva por dentro y cada tropiezo se oculta en el sótano para que nadie se vaya a enterar, produciendo aún más vergüenza y pudrimiento emocional. La persona se ve exigida a seguir mostrándose “bien” ante el resto y ante sí misma, pero en el fondo siente sus pies de barro y no tiene la fuerza ni el coraje para mostrar su imperfección porque cree, erradamente, que es la única que posee esta “enfermedad”.
Por todo lo anterior, un pequeño aporte para prevenir el suicidio desde la más temprana edad sería reeducarnos en la vulnerabilidad y mostrar su poder. Es un cambio radical del paradigma del éxito y de la imagen, para volver a ser lo que somos y tratarnos como hermanos imperfectos, pero profundamente amados en esa fragilidad. Es más, este es el puente para poder despertarnos de la trampa del ego y de la perfección que nadie posee.
El valor de nuestras cicatrices
Reeducar en la resiliencia a la vergüenza, conversar sobre ella, racionalizarla y ver cómo el mal de muchos es un tremendo consuelo, puede ser un alivio a la infinita soledad y angustia para tantos que se creen malditos por algún rasgo que no está en el canon de la moda actual. Abrir los ojos a la belleza de la imperfección, al valor de nuestras cicatrices, es un arte similar al ‘kintsugi’ japonés, que tanto nos hace falta en nuestra sociedad. No tenemos que ser perfectos, sino amar(nos) y servir. Nada más.