Tribuna

Lo que dice el Baldaquino, centralidad catequética

Compartir

La reciente restauración del Baldaquino de Bernini de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, ha puesto en el foco a uno de los aparatos litúrgicos arquitectónicos más ricos y expresivos del arte y el culto cristiano. Objeto espacial que remarca y caracteriza la arquitectura religiosa a partir del Concilio de Trento (1545 – 1563), y que se extendió al mundo entero replicándose en catedrales y basílicas hasta mediados del siglo XX.



Ante este importante acontecimiento, vale la pena retomar la relevancia epocal de los baldaquinos y los profundos significados de su uso y apreciación en la historia del arte y la fe.

El baldaquino como foco de la centralidad eucarística

El Concilio de Trento marcó un antes y después en la historia de la Iglesia como respuesta a la reforma protestante, su intención litúrgica era ordenar siglos y siglos de tradición que habían complejizado la celebración de la Misa.

Trento respondió al reto de unificar en un mismo culto a toda la Iglesia, un solo rito, llamado latino y romano, con una sola lengua común como expresión de la universalidad y unicidad de toda la cristiandad. Dicha búsqueda, la hizo a través de la esencia de la misma fe, la celebración de la eucaristía.

Todo esto encuentra en el baldaquino su máxima expresión. Éste es un solio que se levanta sobre el altar, se centra en la mesa eucarística como punto focal para llamar la atención de los fieles, con una función catequética y pedagógica más que celebrativa.

El solio – baldaquino era el medio de decirle a los asistentes: Esta es la centralidad de la fe de la Iglesia. Éste es el punto más importante del lugar. Hacía aquí deben dirigirse todas las miradas. Aquí se muestra y se celebra la presencia del Señor Jesús.

Baldaquino San Pedro

El baldaquino y la gloria de la Iglesia

Por ello, el baldaquino como objeto espacial era visible, hiper adornado con ángeles y glorias, destacado de su entorno en altura, y no como un elemento de separación o segregación, sino para realzar el misterio eucaristico celebrado como memorial del Señor, del cual la Iglesia es custodia y heredera.

El baldaquino asume la morfología de la tipología espacial de la iglesia antigua de planta cuadrada, con 4 columnas equidistantes, que aluden a las dimensiones humanas espaciales (los puntos cardinales); con un solio o cubierta a modo de cúpula o corona circular que exhibe la gloria y victoria divina de la Iglesia.

En el punto focal del altar tridentino se concentra todo el sentido catequético del culto cristiano, y por eso, sus formas, colores y expresiones doradas buscaban demostrar la victoria de la fe, el mensaje de la Iglesia gloriosa y triunfante, la promesa de un nuevo reino.

De allí, la complejidad y la riqueza de las formas, el valor escenográfico y teatral — en sentido de la expresión de mostrar y representar — de levantar dentro del espacio litúrgico un microcosmos místico para unir cielo y tierra para la celebración de la Misa.

El desuso de los baldaquinos hace un fuerte llamado a repensar la centralidad eucarística de nuestros edificios y espacios litúrgicos desde la contemporaneidad, a no repetir esquemas obsoletos, sino encontrar nuevas expresiones en los espacios y asambleas litúrgicas, que busquen poner el mensaje de Cristo vivo y resucitado como centro y culmen de la vida y actividad de la Iglesia.


Por Raymundo Alberto Portillo Ríos. Profesor de arquitectura de la Universidad de Monterrey

Foto: Rixio Gerardo Portillo Ríos