Lo que Dios ha unido… ¿Cómo podemos consentir que esta frase sea casi de uso exclusivo del ritual del matrimonio? Dios nos une en todo porque nos une en la vida y para la vida. Estar unidos por y en Dios significa que tenemos un origen común que es su amor al crearnos; significa también que tenemos un destino común que es terminar fundidos en el Amor que nos creó por amor.
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Entre el origen y el destino hay un tiempo intermedio en el que tendemos a complicarnos la vida, porque no acabamos de pillarle el punto a eso que llamamos libertad y andamos acertando y equivocándonos; actuamos bien y otras veces mal; escuchamos consejos o hacemos oídos sordos…
Todo esto que acontece en la vida, también nos pasa en la Iglesia y en la Iglesia concreta, en esa parcelita en la que cada uno aporta y da y comparte con los demás, y que puede ser nuestro movimiento, nuestra parroquia, nuestra cofradía o hermandad y, por supuesto, nuestra diócesis.
La diócesis abarca todo lo mencionado anteriormente y, hay veces, que en la diócesis se dan circunstancias que pueden llegar a provocar un serio peligro de división, de desunión, y hasta de enfrentamiento.
El hermano mayor rígido
Todos conocemos la parábola del hijo pródigo, del padre bueno, o del hermano mayor rígido, como cada uno prefiera llamarla. En ella hay tres elementos -alguna vez he hablado y escrito sobre ellos- que suelen pasar bastante desapercibidos. Estos elementos son la túnica, el anillo, y las sandalias.
Lo que le ofrece el padre al hijo menor no son meros adornos. Son los elementos con los que, en tiempos y en la cultura de Jesús, quedaba demostrado el perdón total ante una situación que podía romper, en este caso, la unidad familiar. Y, ¿acaso no somos en la Iglesia una familia?
Perdonado y heredero
Estos tres elementos en esta parábola, señalan a que el hijo que había dilapidado a herencia no solo era perdonado, sino que volvía a convertirse en heredero porque, tener una túnica (un vestido decente ara cubrirse), era signo de la bendición de Dios; el anillo era el símbolo que le acreditaba como miembro de la familia a la que pertenecías; las sandalias era el elemento que servía para cerrar los pactos de compras y ventas de terrenos y otros muchos intercambios (Rut 4,7).
Así, el hijo que había dilapidado la herencia se veía bendecido con la túnica, readmitido en la familia con el anillo, y pudiendo ejercer las funciones de administrador –junto con su padre y su hermano- al tener sandalias que entregar como señal de pacto.
Aprender
De un perdón así y sin pensárselo, solo es capaz Dios. El hijo pequeño no solo había dilapidado su herencia, sino que esa herencia no era solo suya, sino que era parte del patrimonio de la familia. El hijo pequeño aprendió. Es de esperar que algún eco le llegara a quienes le aconsejaron o ayudaron a actuar así y también entendieran el perdón.
Perdonar es difícil. Pedir perdón también. En ambos casos es necesario un proceso que lleva su tiempo. Perdonar no significa olvidar. Es asumir el daño recibido y no devolverlo. Pedir perdón significa reconocer y asumir las consecuencias del mal causado.
Tiempo de purificación
Si estos procesos se viven mal, el riesgo de rompernos es inmenso; si lo vivimos bien, puede ser un tiempo de purificación, de limpieza de telarañas que nos enredan sutilmente, pero nos enredan tremendamente perdiendo de vista el objetivo principal que es hacer realidad el evangelio de Jesucristo entre todos.
No es fácil y lo sé, sin embargo, de no intentarlo con todas nuestras fuerzas, y si nos dejamos llevar de los primeros sentimientos que algunas situaciones nos provocan, ¿qué diferencia habrá entre el hermano mayor rígido, y nosotros? No sabemos si entró o no a la fiesta que había preparado su padre para su hermano. Es la gran incógnita de la parábola.
Fuertes en la fragilidad
Situaciones así nos ponen a prueba a todos y, sin embargo, también son un momento de oportunidad excepcional. Por una parte aprendemos lo fácil que es fracturar y dividir, y lo que cuesta recrear la comunión. Por otra, se nos presenta la posibilidad de aprender a escucharnos, de confiar los unos en los otros, de crecer como familia, de unirnos para salir adelante o para compartir lo que traiga la vida.
Dios nos creó para la unidad que nos hace fuertes incluso en la fragilidad. Dios nos creó para la unidad que nos hace cercanos, y atentos unos con otros, y comprensivos, y sinceros, ¡y hermanos!
Como dije en la meditación de apertura del Sínodo en octubre del año pasado, “ese mismo Jesús que no nos dejó normas ni estructuras sobre cómo ser Iglesia, sí nos dejo una forma de vida con la que construir esa Iglesia llamada a ser refugio seguro para todos; lugar de encuentro y diálogo intercultural, espacio de creatividad teológica y pastoral con la que afrontar los desafíos a los que nos enfrentamos. En definitiva ser la Iglesia-Hogar que todos añoramos”. ¡Qué reto tan apasionante!
Esa forma de vida viene en nuestro ADN cristiano porque Dios nos la dio en la creación. Por eso, mejor crecer en comunión que mal jugar con lo que Dios ha unido…