Cuando comencé a escribir estos pensamientos me acordé de la fe de la mujer cananea (Mateo 15, 21-28), que no acepta un no por respuesta ni siquiera de Jesús. Imaginé la determinación y la tenacidad de esa mujer por su amada hija. El amor la empuja a defender la causa de su vulnerable niña. Casi sentí que la conocía, porque se parece a las mujeres de fe que he tenido la suerte de encontrar en mi camino. Su fe y su súplica conducen a un milagro.
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Como mujer africana, entiendo bien cómo esa mujer cananea debió estar acostumbrada a ser rechazada, menospreciada, insultada e ignorada. No pedía más que migajas, piedad y misericordia. Y me entristece darme cuenta de por qué esa actitud suya me conmueve. Siento que esa mujer debería haberse acercado a Cristo con la certeza de ser amada, como lo hacen María y Marta, para poder ser consolada por Jesús, que llora con ella lleno de compasión. Amor. En una palabra, es el amor lo que espera esta joven africana.
Se mueva por amor
Que la Iglesia se mueva por amor y sí, haga milagros, aceptando la legítima solicitud de todas de participar en la mesa del Señor. Este amor aplaude la riqueza de dones, habilidades y talentos de todos, creando oportunidades para que todas las niñas y las mujeres africanas puedan darles un buen uso. Este amor se regocija en las diferentes formas en que estamos llamadas a construir comunidad y a nutrir la familia humana.
No honra el estado matrimonial ignorando el sufrimiento de las mujeres que sufren violencia doméstica y haciendo la vista gorda ante el feminicidio. Este amor apoya a las madres para que puedan dar a luz de manera segura y a las familias puedan cuidar a sus hijos. Este amor honra el cuerpo creado por Dios con su dignidad y belleza inherentes. Este amor respeta la creación y es solidario con quienes la protegen. Este amor es mucho más de lo que puedo pensar, imaginar o desear en mi corazón. Este amor es la grandeza de Dios.
Las mujeres fueron los pilares que sostuvieron mi fe como mujer africana. A través de sus actos sentí el amor de Dios y encontré la inspiración para comprometerme en construir el reino de Dios aquí. Estas mujeres limpiaban con orgullo la iglesia, organizaban las celebraciones con alegría, bendecían la mesa y, cuando ya era la hora de retirarse a descansar, seguían trabajando ofreciendo su consuelo y sus cuidados a los enfermos.
Me han criado a mí, una niña huérfana; han apoyado a las víctimas de la trata de personas; han acompañado a los grupos de oración; han guiado a las almas errantes; han alimentado a los desamparados; y han fortalecido en la fe a muchos, no con dogmas, sino a través del amor. Pedir migajas significaría esperar que se reconozca la dignidad y el valor de estas mujeres. Mi experiencia del amor de Dios me lleva a esperar mucho más de la Iglesia. Esta mujer africana espera un amor que sostenga y promueva la vida.