Recoger a los niños del colegio, llevarlos a la piscina los martes y jueves, a música los miércoles, tenerlos por la tarde mientras ambos padres están trabajando, cuidarlos durante los inevitables resfriados y gripes, preparar algunas comidas cuando mamá y papá llegan tarde al trabajo… Los jóvenes abuelos se asemejan cada vez más a unas niñeras o se han convertido en los sustitutos de unos padres ocupados. Hacen lo que otros no pueden hacer, permiten que todo funcione cada día y representan con su compromiso y su tiempo, una garantía de cariño, cuidados y seguridad.
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Pero ¿está bien que sea así?, ¿es bonito y correcto que esta sea la única función de los abuelos?, ¿se puede concebir para ellos un papel más fecundo? Cuando me confían a mis nietos, frente a las tareas diarias, o las prisas entre natación y piano, se me ocurre pensar que no soy la niñera, que soy la abuela. Y el trabajo de la abuela o del abuelo no es, no debe ser, lo que otros tienen que hacer por dinero o necesidad.
¿Qué sería lo mejor para los abuelos hoy? Aquí evitaré frases ampulosas como aquella según la cual los abuelos “representan el vínculo entre generaciones” o “la unidad de la familia”. Me cuidaré de no decir que son “la memoria y el pasado sin los cuales el presente y el futuro pierden valor”. Que “fomentan el diálogo entre generaciones” o que en tiempos de frecuentes divorcios y separaciones se siga hablando de “la importancia de la unidad familiar”. Pero entre la retórica y el uso banal y la practicidad económica, habrá un camino intermedio para analizar la reducción de una figura emocionalmente importante.
En mi experiencia de diez años como abuela, me he preguntado esto y me he dado a mí misma algunas respuestas. El papel solo puede ser el que a los abuelos les gustaría tener y sienten como propio. Son ellos quienes tienen el derecho y el deber de diseñar sus deberes, de imaginar la relación con sus nietos. Son ellos los que deben traspasar los límites que ha trazado una sociedad productivista y consumista. Así como perfilaron su vida, su trabajo y sus afectos en los años de juventud y madurez, deben definirlos cuando sean abuelos. Y mirar críticamente el papel de quienes quieren imponerles otro. Me apetecería proclamar: “Abuelos de todo el mundo, rebelaos”.
¿Qué debemos esperar los abuelos?
Vivir plenamente la relación de amor con los nietos. Sin obligaciones, sin cambios y sin limitaciones. Ni siquiera “buenas limitaciones”, las que impone la necesidad de enseñar y educar. Los abuelos no deben enseñar, no deben indicar ningún camino correcto y no deben sugerir su futuro. Tienen una misión limitada, pero robusta: estar con sus nietos durante sus últimos años de vida y ver y disfrutar de la presencia de los que vinieron después de ellos y de sus hijos. Si el amor es siempre un regalo, el de abuelos y nietos lo es aún más.
Quieren dar muchísimo sin recibir nada a cambio. Porque los abuelos, liberados de la retórica y el utilitarismo, tienen mucho que ofrecer: seguridades, historias, juegos impensables, caricias ilimitadas, perspectivas desconocidas y realidades misteriosas. Su vida para sus nietos es un arcano esperando ser descubierto.
Quieren seguir sorprendiéndose. Porque si la maternidad y la paternidad son asombrosas, la “abuelidad” lo es aún más. No es solo el cumplimiento de un extraordinario proceso natural, sino la culminación de su significado. Los nietos son la vida que se extiende más allá de la muerte, lo cotidiano adquiere un sentido universal y eterno.
Los abuelos quieren contar historias reales e historias inventadas, las novelas que leyeron y la vida que vivieron. Y no solo porque a los nietos les gustan sus cuentos, y se pasan horas escuchándolos. Sino porque al acoger a los pequeños coronan su propia vida. Le dan sentido. A través de los ojos de un nieto ven mejor lo que han sido y lo que son. Pueden observar mejor cómo el tiempo ha tallado su carácter.
Para ser abuelo se necesita tiempo libre, tiempo no obstaculizado por una vida cotidiana apremiante. La organización social ha previsto para ello el fin de la vida laboral, la jubilación. Pero luego quiso recuperar ese tiempo, obligando a los abuelos a las reglas de un frenesí diario, el que domina el mundo laboral, donde los padres están demasiado ocupados para seguir los compromisos de sus hijos y la tarea “educativa” que obliga a los niños a correr entre actividades.
Amor inmenso y gratis
El mundo de los adultos pretende enseñar a los niños y así solo los educa a consumir más, a aceptar una lógica de intercambio hasta en los afectos (para ser amado hay que ser el mejor en música, gimnasia…). Los abuelos, si pudieran ser abuelos, darían a las nuevas generaciones la única sustancia que falta en la vida: la gratuidad y la inmensidad del amor que no espera otra cosa que expresarse de las mil formas en que puede hacerlo. Sin querer nada a cambio, ni siquiera la cultura, la buena educación o la formación brillante. Nada en absoluto.
Los abuelos miman, dicen. Pero ¿qué son los mimos sino el espacio fuera de las reglas que el mundo de los adultos quiere imponer a los niños? ¿Qué son sino la libertad de amar fuera de las reglas? Afortunadamente, entre prisas, entre música y clases de inglés, quedan algunos minutos. Tiempo precioso para sentir la magia de ser abuela y lamentar tener que renunciar a ello tantas veces.
*Artículo original publicado en el número de abril de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva