En esta meditación invito a los lectores a contemplar a Cristo en su Pasión. En los próximos días de la Semana Santa lo veremos en distintas escenas, normalmente escultóricas, de honda raigambre en las tradiciones de nuestros pueblos y ciudades. Ahora, sin embargo, mi invitación es observar un conjunto de textos y de tradiciones literarias que nos presentan a Jesús en el momento de su Pasión con determinadas características, enfoques y perspectivas.
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En concreto, propongo observar cuatro rostros de Cristo; una especie de procesión, con imágenes sacadas de los cuatro evangelios. En realidad, el evangelio es solo uno, pero, como ya dijo san Ireneo, es “evangelio tetramorfo o cuadriforme”, es decir, un solo evangelio, pero con cuatro formas. Se trata siempre el mismo Cristo, pero según Marcos, Mateo, Lucas y Juan, cada uno de los cuales ha esculpido o dibujado el rostro de Jesús con su sello y estilo propios, de la misma forma que se pueden distinguir los cristos románicos, de expresionismo simbólico y severa rigidez, de los cristos del gótico, con su naturalidad idealizada; como son también distintos los de la escuela andaluza, de belleza manierista, de los de la castellana, más dolientes y realistas. Nuestra procesión tendrá, pues, cuatro imágenes del Señor, sacadas del taller de los cuatro evangelistas por el orden que antes he referido, situados, aproximada y respectivamente, en los años 70/80/90/100 del siglo I.
El Cristo dolorido de san Marcos (Mc 14-15)
El primero es Marcos, que nos sorprende con una imagen del Señor muy encorvada. La cruz es pesada, hasta el punto de hacerle caer en tierra una y otra vez. El rostro está profundamente ensangrentado, el alma rota, el corazón partido… La escena es cruel, desconcertante y escandalosa. Pero Jesús calla, apenas habla. Y cuando lo hace, es solo para decir: “Siento una tristeza mortal” (Mc 14,34). Silencio de Jesús que sorprende al sumo sacerdote, quien, ante la gravedad de las acusaciones, le pregunta: “Pero ¿no respondes nada?” (Mc 14, 60-61). Lo mismo ante Pilato, quien vuelve a preguntar: “¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan” (Mc 15, 4).
Nosotros mismos nos vemos sorprendidos cuando, en la confusión de la escena, Pedro le corta la oreja al criado del sumo sacerdote (cf. Mc 14, 47), y ni siquiera ahí escuchamos una palabra de los labios del Señor, testigo mudo de aquel horror que sucede en torno a él.
Marcos se entretiene con gusto en informarnos de cómo Jesús es víctima de ultrajes, burlas, insultos y salivazos de parte de “un tropel de gente con espadas y palos” (Mc 14, 48) y de parte de los guardias y de los soldados, de parte de los sacerdotes y de los ancianos, de parte, en fin, de una multitud enfurecida que gritaba una y otra vez “crucifícalo” y prefiere la libertad del sedicioso Barrabás a la de Jesús (cf. 15, 9-11).
Los propios discípulos han abandonado al Maestro. “Todos sus discípulos lo abandonaron y huyeron”, sentencia el evangelista Marcos al narrar el prendimiento (Mc 14, 50). Ya antes, mientras Jesús oraba con lágrimas de sangre, ellos dormían, rendidos al sueño. Pedro lo sigue, sí, pero “de lejos” –nos dice Marcos–, y cuando se ve identificado como uno del grupo de Jesús, niega una, dos y tres veces: “Yo no conozco a ese hombre” (Mc 14, 71).
Llegados al Calvario, solo “algunas mujeres contemplaban la escena [pero también] de lejos –vuelve a insistir Marcos” (Mc 15, 40-41)–. Ni siquiera se menciona la presencia de la Madre. Las últimas palabras de Cristo en la cruz son sencillamente desgarradoras, una pregunta y una constatación de la experiencia del abandono: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34). Este es el Cristo de Marcos, que nos expone los hechos en su fría objetividad, para subrayar, así, la realización desconcertante del designio de Dios y presentar la Pasión y la cruz como un escándalo, incluso –al menos, a primera vista– como un sinsentido.
Al contemplar esta figura salida del taller de Marcos, constatamos el desconcierto del dolor y el sinsentido de la muerte. Este primer evangelista nos hace notar que el mal, que visita al hombre de manera irremediable, nos sume en la impotencia y desestabiliza nuestros esquemas mentales y emocionales… Aún más, que hay ocasiones en que Dios calla y parece alejarse de nosotros. Aprendemos aquí que hay una palabra de Dios que tiene forma de silencio y que hay una presencia de Dios que tiene la forma de una ausencia sentida y anhelada: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
El Cristo inocente de san Mateo (Mt 26-27)
Demos paso a nuestra segunda imagen. Su autor es Mateo. Pertenece, sin duda, a la misma escuela que Marcos. Es más, creo que no solo la misma escuela, sino que han trabajado uno y otro en el mismo taller. En efecto, también en Mateo queda subrayada la traición de Pedro. También aquí vuelve a decir Jesús sin reparos: “Siento una tristeza mortal”. Y las palabras últimas siguen siendo las mismas: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46).
Pero si observamos con detalle, veremos que Mateo ha aliviado algo el dramatismo de los hechos. Y así, por ejemplo, cuando Pedro, con su alfanje, saja la oreja del criado del sumo sacerdote, Jesús no permanecerá impasible; hablará como maestro que instruye: “Pedro, mete la espada en la vaina, porque quien a espada mata a espada muere” (Mt 26, 52-54). Magnífica lección de Jesús para decir que la violencia crece en espiral.
En la misma dirección de alivio suena ahora una palabra, que es como una contra-sentencia frente a la de las autoridades: ¡inocente! Así, la mujer de Pilato quiere disuadir a su marido para que suelte a Jesús: “No te metas con este justo” (Mt 27, 19). Y el propio Judas, antes de entregarse a la horca, dirá a gritos: “He pecado entregando a un inocente” (Mt 27, 4).
Finalmente, para Mateo aquella situación, a primera vista desconcertante y contradictoria, tiene un sentido: responde al designio de la salvación del Padre; y por eso, repetirá una y otra vez: “Según las Escrituras, esto tenía que suceder así”, “todo esto ha ocurrido para que se cumpla lo que escribieron los profetas”, o “así se cumplió lo anunciado por el profeta Jeremías” (cf., entre otros, Mt 26, 56; Mt 27, 9-10). Con estos trazos, san Mateo nos hace dar un paso definitivo en la comprensión de la cruz de Jesús y también de nuestras propias cruces. Por una parte, de la idea de que Jesús es inocente se deduce que su muerte delata a los culpables.
Jesús es víctima porque otros son verdugos. Aprendemos así que no todos los males son inevitables y, en consecuencia, que es posible luchar contra el mal, que la injusticia tiene que ser atacada. Que hay que denunciar a los culpables y no quedarse con los brazos cruzados. Dicho en positivo: que hay que ponerse de parte del inocente y combatir a favor del bien.
Aprendemos, al mismo tiempo, que “no hay mal que por bien no venga”. Que si la muerte de Jesús tiene un sentido en el plan de la salvación de Dios, también nosotros habremos de buscar el sentido de nuestro dolor. Que si “era necesario que el Mesías padeciera para entrar en su gloria”, también nuestros padecimientos nos acrisolan y nos purifican en cuanto corrigen nuestra autosuficiencia, denuncian nuestra superficialidad y nos convierten en grano de trigo que, si muere, puede dar mucho fruto.
El Cristo misericordioso de san Lucas (Lc 22-23)
Saquemos a nuestra procesión al tercer Cristo. Su autor se llama Lucas. Observamos que hemos cambiado de escuela y de taller. La imagen ha perdido ya su encorvamiento. Alza la cabeza y levanta la mirada del suelo para fijarla alrededor, Jesús ya no es solo víctima impasible. Se alza con superioridad como agente activo de la escena. Se manifiesta como un maestro.
Lucas, más abiertamente aún que Mateo, proclama una y otra vez la inocencia de Jesús en boca del propio Pilato. Ahora se suavizan los detalles crueles y ofensivos, como burlas, mofas e insultos. Y se cuida mucho de decir que “todos le abandonaron”. Y al pobre criado del sumo sacerdote, que hasta ahora teníamos con una oreja perdida, Jesús, no tanto para demostrar su poder con un milagro sino para manifestar su generosidad en una hora de tanta crueldad, Jesús –digo– le cura la oreja (cf. Lc 22, 50-51).
Se trata de un Jesús compasivo y misericordioso. Son significativas estas tres palabras de Jesús, que nos ha transmitido Lucas, y solo él. La primera, a las mujeres de Jerusalén: “No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos” (cf. Lc 23, 28). Compasión extrema la de Jesús, que se cuida más del dolor de los otros que del suyo propio. La segunda palabra, dirigida al Padre, pide el perdón para sus malhechores: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Misericordia infinita. La tercera, al ladrón arrepentido: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). El amor de Jesús rompe las barreras de la muerte. Y como detalle final y muy significativo, las últimas palabras de Jesús suenan de otra forma. Recordemos que hasta ahora, según Marcos y según Mateo, Jesús había gritado:” Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Ahora no se grita el abandono, ahora se proclama la confianza: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). El Cristo que nos ofrece el tercer evangelista es maestro y modelo de sufrimiento. Su Pasión se ha convertido en com-pasión. El dolor no le ha encorvado sobre sí mismo. Al contrario, le ha hecho aún más compasivo. Porque ha sufrido, él es capaz de compadecerse de sus hermanos. Qué bien nos viene a nosotros aprender esta lección para que el dolor, en lugar de curvarnos sobre nosotros mismos y hacernos huraños y recelosos, se convierta en una ocasión de bondad y ternura, de abandono en las manos del Padre y de confianza en la cercanía y compasión de Jesús.
El Cristo triunfante de san Juan (Jn 18-19)
Vamos por nuestro cuarto Cristo: el de san Juan. Es de la misma escuela que el de Lucas, aunque intuyo que no precisamente del mismo taller. Cuánto han cambiado las cosas desde aquella primera figura de san Marcos. Allí era Jesús quien caía a tierra. Ahora son los soldados quienes caen. Recuerdo por un momento la escena: llegan los soldados y los guardias a prender a Jesús. Él pregunta: “¿A quién buscáis?”. Contestaron: “A Jesús de Nazaret”. Y en cuanto Jesús les dijo “Yo soy”, “comenzaron a retroceder y cayeron a tierra” (cf. Jn 18, 4-6).
Juan subraya con gusto la conciencia de Jesús en el momento de su Pasión, Dice, por ejemplo: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13, 1) o, de forma parecida, “Jesús que sabía perfectamente todo lo que le iba a ocurrir”. No solamente la conciencia, sino también su entera libertad; ya antes de la Pasión Jesús había dicho: “A mí nadie me quita la vida, yo la entrego libremente” (Jn 10, 18).
Esta generosidad de Jesús en la hora suprema –la hora de las grandes verdades y de las últimas voluntades– presenta una estampa sencillamente enternecedora. Leo el texto del evangelista Juan en su literalidad: “Junto a la cruz de Jesús estaba su madre… [“Stabat Mater iuxta crucem”]. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo a quien tanto quería, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Después dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’ (cf. Jn 19, 25-27).
Herencia inmerecida, regalo de Dios mismo: ¡María, tu madre, es también mi madre! Bendita una y mil veces tu Pasión, Señor Jesús, que nos trajo este derroche de gracia y misericordia. En estas coordenadas, para el cuarto evangelio, Jesús más que un reo es un rey. La cruz más que un cadalso es un trono. Y la muerte no es una derrota, sino la victoria. Por eso, las últimas palabras de Jesús serán estas: “Consumatum est”. “Todo está cumplido” (Jn 19, 30). La muerte, en efecto, es la corona de una vida que el propio Jesús había resumido así: “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre que me ha enviado y llevar adelante su obra” (Jn 4,34).
Tras el “consumatum est”, nuestro autor anotará este comentario: “E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu” (Jn 19, 30). Muy propenso a jugar con el doble sentido, con estas palabras Juan se refiere tanto a la muerte física de Jesús [entregó el Espíritu en el sentido de que murió] como a la donación de sí que Jesús realiza en el momento de la muerte [entregó el Espíritu en el sentido de que nos entregó su vida y nos regaló su Espíritu]. Esto es magnífico: el Calvario es Pentecostés. De igual forma, volverá a jugar con el doble sentido cuando nos refiere que un soldado con la lanza le traspasó el costado (cf. Jn 19, 34). La lanzada no sirve para acelerar la muerte. Sencillamente, la certifica. El texto sigue diciendo: “Y al instante de su costado brotó sangre y agua”. Agua: el Bautismo. Sangre: la Eucaristía. “Ex corde flumina”, decía el lema episcopal de un querido obispo de mi diócesis. Del Corazón de Cristo nacen, como ríos, los sacramentos de la Iglesia.
Juan nos ha dejado a las puertas mismas de la resurrección, al presentar la muerte de Cristo en la cruz como oblación, sacrificio y ofrenda. La cruz no es un palo seco, sino un árbol florecido, como canta la Liturgia: Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza, jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto. El escenario es el mismo, pero en realidad todo ha cambiado. Aquellas primeras lágrimas de dolor del Cristo de Marcos se han convertido aquí en lágrimas de emoción. El grito ahora se hace canto, y el quejido alabanza. Empiezan a sonar los acordes de un Aleluya triunfal.