GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
Dado que “educar” deriva de e-ducere, de extraer y hacer florecer las semillas del alma y de la mente de una persona, resulta fácil imaginar en seguida una constelación lexical homóloga de luces cambiantes. Existe ciertamente un con-ducere, un se-ducere o un in-ducere. Se podría continuar con una larga secuencia lexical modulada siempre sobre ese ducere de base: de-ducere, intro-ducere, pro-ducere, re-ducere, tra-ducere…
Sorprende el hecho de que dos figuras tan lejanas en todos los sentidos como Platón y Massimo d’Azeglio digan lo mismo al respecto. En La República (IV, 425b), Platón declara: “Partiendo de la educación en la dirección de la vida, todo lo que sigue sea como ella”. D’Azeglio, en Mis recuerdos, afirma que “todos estamos hechos de una tela en la que la primera arruga no desaparece nunca”.
En el período clásico, la educación será tan capital que convertirá la paideia en una categoría tan significativa que será considerada como un emblema de la cultura griega. Esta categoría se convertirá en la humanitas latina. Hoy, la civilización informática está generando una deriva en la que, a la bulimia de los contenidos ofrecidos indiscriminadamente a los muchachos, corresponde una anorexia radical en el método y en la educación selectiva.
La inmensa bibliografía “pedagógica” del pasado, digna siempre de atención, ha sufrido una sacudida con el nuevo modelo virtual-informático y con la fluidez posmoderna. Se impone, por tanto, una actualización y, en este texto, quiero solo señalar algunos pequeños instrumentos que ofrecen algunas ocasiones de reflexión. Es, por ejemplo, el caso de un interesante volumen en el que un docente católico palermitano, Giuseppe Savagnone, analiza un vocablo de moda en este tiempo, “desafío”, un término en cuya base está la provocación y la discusión de la fe.
Basta leer la lista de los “desafíos” que el autor enumera para comprender lo complejo que se ha convertido el acto educativo: desde la fragmentación del yo al individualismo, de la paternidad desaparecida al triunfo de lo efímero, de la ambigüedad de lo virtual a la irrupción del pluralismo, del subjetivismo narcisista a la globalización omnívora, de los localismos nacionalistas a las nuevas y pesadas coordinadas de la economía de la flexibilidad y de la precariedad. Savagnone recorre un camino de obstáculos con realismo y serena sabiduría.
Llevemos ahora nuestro discurso a un agujero negro, una especie de triángulo espiritual de las Bermudas donde padres, sacerdotes y maestros se zambullen en un silencio absoluto. Para aclarar el tema al que aludimos, basta el título del libro Come parlare ai bambini della morte e del lutto (Cómo hablar a los niños de la muerte y del luto, publicado en italiano en 2013). La autora, la psicóloga Maria Varano, conduce al niño y, sobre todo al adulto que está a su lado, en este territorio minado que hoy está protegido por una cortina de tabúes.
Vivir y morir formaban parte de una única gramática hoy en desuso. Por eso es necesario reencontrar un lenguaje que busque nuevas expresiones, aunque no rompa la estructura permanente que la muerte real tiene en sí y el espíritu simbólico que el niño tiene siempre dentro de él. Varano invita a sostener al niño que se asoma a ese planeta oscuro para descifrarlo y, al final, vivirlo, evitándole la fuga o la incomprensión a la que a menudo se le somete ahora.
Entre las muchas indicaciones que ofrece la autora está la conciencia de que educar a un niño siempre es una “auto-educación” del propio adulto.
Otro desgarrón de la obra pedagógica actual en el que profundizar es el de la religión. No en vano, en el epílogo del libro de Varano, el sacerdote Luigi Ciotti introduce a Cristo turbado, pero inmóvil, frente a la muerte de Lázaro, con la invitación final a deshacer las vendas del resucitado y a dejarlo ir (Juan, 11, 44).
En el nº 2.933 de Vida Nueva