GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“La vida orgánica, se nos dijo, se ha desarrollado gradualmente desde el protozoo hasta el filósofo, y este desarrollo, nos aseguran, es indudablemente un avance. Desafortunadamente es el filósofo, no el protozoo, quien nos asegura esto“.
No es un orgulloso fundamentalista cristiano americano quien escribe estas líneas desmitificadoras de la teoría de la evolución biológica, sino nada menos que Bertrand Russell, el autor de ¿Por qué no soy cristiano?, aunque en esta ocasión citamos su ensayo Misticismo y lógica. Se trata de un tema caliente con el que, al tocarlo, muchos científicos y teólogos se han quemado los dedos. Es algo que ocurrió en 2009, cuando se cumplieron 200 años del nacimiento de Charles Robert Darwin y 150 de la publicación de su libro El origen de las especies por medio de la selección natural.
A menudo, el interés de la teoría darwiniana reside en la confrontación con las concepciones filosóficas y religiosas. La evolución continúa blandiéndose como un arma contra la antropología teológica. Por eso resulta interesante que un científico como Fiorenzo Facchini recoja los “desafíos de la evolución” en un texto muy divulgativo.
La primera parte del volumen recorre las distintas etapas que van desde la explosión de la vida hasta el homo erectus y el florecimiento de la cultura. Llegados a este punto, el autor hace balance: el hombre tiene una historia evolutiva (como las otras especies) radicada en los primates; la evolución es la explicación más plausible según la documentación fósil y es coherente con los resultados de otras disciplinas (paleontología, anatomía comparada, zoología, genética y biología molecular); África fue la cuna de la humanidad; el emblema identitario del hombre es la cultura, con sus sistemas intencionales y simbólicos.
Hay al mismo tiempo muchos interrogantes abiertos que dejan espacio a la discusión. La segunda parte del ensayo de Facchini –sin abandonar la indumentaria del científico– se transfiere al otro lado, donde es necesario adoptar un estatuto epistemológico diverso. Nos referimos obviamente al horizonte filosófico-teológico (Facchini es un sacerdote católico y no es necesario evocar a Copérnico, Stenone, Spallanzani o Mendel para confirmar esta tradición) donde se presentan interrogantes y soluciones consideradas a menudo incompatibles con los resultados de los análisis científicos.
Resulta central el binomio “evolución y creación”, considerado por muchos un dilema o incluso un oxímoron. Las páginas de este estudioso son sobrias, pero valientes: parten de una correcta hermenéutica de los pasos del Génesis bíblico, no temen confrontarse con la teoría del Intelligent Design que él prefiere volver a clasificar como “proyecto superior”, no duda en batir el racimo de los corolarios de la antropología teológica: trascendencia, poligenismo y monogenismo, comportamiento ético…
El recorrido, al final, es capaz de “custodiar castamente las fronteras” propias de la ciencia y de la teología, como decía Schelling, evitando el acuerdo a bajo precio y excluyendo mientras tanto cualquier incompatibilidad radical y agresión prevaricadora. Queremos concluir con una suerte de espaldarazo, leve pero sugerente.
El gran antropólogo Yves Coppens contó La Historia del hombre a los jóvenes y lo hizo con un delicioso álbum ilustrado. A partir del Big Bang, el reloj del tiempo ha recorrido sus 12.000 ó 15.000 millones de años para alcanzar no solo nuestra familia, los homínidos, del cráneo de Toumai en Chad o de la pequeña australopiteco Lucy, sino también para llegar a nuestros antepasados, que, inventando la escritura, concluyeron la prehistoria y nos introdujeron en la historia.
“Sea cual sea el color de su piel –concluye Coppens–, su estatura y la forma de sus ojos, todos los hombres que pueblan nuestra Tierra pertenecen a la única especie, Homo sapiens, surgida del único género Homo, nacida en África hace tres millones de años”.
En el nº 2.945 de Vida Nueva