Cuando venimos, mi esposa y yo, a vivir en Honduras, hace dos años y medio, sabíamos que nos íbamos a confrontar con desafíos importantes tanto del punto de vista profesional, cuanto pastoral. Sin embargo, trabajando para una de las instituciones multilaterales más importantes de la región, sabía que podría tener impacto en el desarrollo sostenible. Como miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl, podríamos estar muy cerca de los Pobres, “nuestros Maestros y Señores”, como nos enseña San Vicente de Paúl.
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En este momento (antes de la pandemia), la región centroamericana (en particular el Triángulo Norte) ya sufría de alto índice de pobreza, tanto general como extrema, pero con un crecimiento económico más alto que la mediana de América Latina.
Dicho crecimiento, no obstante, estaba muy por abajo del necesario para una reducción de pobreza que podemos considerar estructural. La migración hacia América del Norte, que siempre fue la esperanza de la mayoría de la población, ya venía exacerbándose, a través de caravanas de centroamericanos que buscaban escapar al mismo tiempo de la pobreza y de la falta de seguridad.
El edén era temporal para muchos que tenían que retornar a sus países: algunos pocos se ayustaban a la situación anterior a la migración, pero, para muchos, el retorno era solo una preparación para volver a emigrar, aún que teniendo que caminar un camino inhumano.
¿El sueño americano?
Para la mayoría de los centroamericanos, llegar a Norteamérica es más que un sueño; es una obsesión: obtener un empleo (aunque informal), vivir bajo condiciones casi siempre igualmente inhumanas, y enviar remesas a su familia es señal de éxito y victoria.
Del punto de vista macroeconómico, las remesas son un factor fundamental para compensar el desbalance negativo del balance de pagos. De hecho, hasta 20% puede llegar la contribución de las remesas al PIB de algunos países centroamericanos.
Quedarse en Centroamérica ya significaba estar sujeto a otro balance injusto para los más pobres: el del cambio climático. La contribución al efecto invernadero de estos países es irrelevante a nivel mundial, pero su población es una de las que más sufren todos los años, con una secuencia perversa de sequías e inundaciones.
Como era la moda en todo el mundo, la polarización política estaba presente, aunque menos evidente. En algunos países, forjar la discusión sobre polos políticos puede ser un argumento para escapar de la única solución para los desafíos: un esfuerzo mancomunado para recuperar la dignidad de las personas. Esta solución no es de izquierda ni de derecha, no tiene raza, género u origen regional.
Factores de riesgo
Estos desafíos, asociados a la falta de transparencia en la gestión de recursos públicos, hace que Centroamérica sea una región sedienta por una agenda positiva que pueda traer esperanza a su pueblo de cultura milenaria, ya acostumbrado a los altos y bajos de la política y de la economía.
Hasta un par de décadas atrás, la Iglesia Católica era la garantizadora de esta esperanza para casi todos y todas; poco a poco, fuimos perdiendo espacio: unos han buscado otras iglesias, otros simplemente dejaron de creer en único Camino, Verdad y Vida.
El año de 2020 vino con COVID-19 y con los huracanes ETA y IOTA. Todo lo que antes eran desafíos, se ha agudizado, transformándose en eventos traumáticos. El crecimiento económico se negativizó como nunca, en particular, en sectores de mano de obra intensiva como turismo.
La pobreza volvió a crecer, junto con el colapso de los sistemas de salud (ya muy ineficaces para los más pobres). La migración creciente e inminente se represa, todavía, por el riesgo de contagio. Las pérdidas de vidas y de bienes por las inundaciones alcanzaron niveles que demandan una acción urgente y coordinada de recuperación.
La transparencia en los gastos públicos ha dejado mucho que desear. La incertidumbre y polarización políticas se reforzaron. El lado bueno es que las remesas no dejaron de apoyar solidariamente a las pobres familias de la región.
A la luz de ‘Fratelli Tutti’
El efecto sobre la reducción de la fe en Dios por la reducción de su ejercicio –por el distanciamiento obligatorio– todavía está por ser evaluado, pero todo lleva a creer que también en esto estamos en peor situación: justamente cuando todos, especialmente los más pobres, necesitan de un mensaje de esperanza, de una agenda positiva.
‘Fratelli Tutti’ surge como un mensaje de que tal vez la pandemia sea una oportunidad de purificación y conversión. Purificación para que recordemos nuestra esencia de hijos de Dios y nuestra responsabilidad por la dignidad del prójimo. Conversión, para que nosotros (en particular, los líderes católicos) aprovechemos estos momentos duros para un profundo cambio en nuestra evangelización.
Es necesario evangelizar por las políticas públicas efectivas que reduzcan las desigualdades. Que seamos impulsores de la consciencia de que “el mercado no resuelve todo” y que la educación es la clave fundamental “para la fraternidad, para el diálogo, para el descubrimiento de la reciprocidad y el enriquecimiento mutuo como valores”.
Hay que evangelizar por medio de estrategias corporativas que hagan un balance positivo entre las utilidades financieras y el beneficio común. Hay que evangelizar para luchar en contra la “cultura del aislamiento y del descarte”, conscientes de que “la globalización nos torna más vecinos, pero no necesariamente más hermanos”.
Esta oportunidad de purificación y conversión se aplica a nosotros católicos en Centroamérica, en el sentido de que luchemos por la recuperación económica, por la integración de los pueblos en un contexto de “Patria Grande” y por la recuperación de la fe como alimento, de la esperanza como aliento y del amor como vínculo de unión en Cristo.
Escrito por Eduardo Marques Almeida. Miembro de la Academia Latinoamericana de Líderes Católicos y Representante del Banco Interamericano de Desarrollo