Tribuna

Los presos, aún más invisibles

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En nuestra sociedad, cuando se habla de la cárcel se hace con desconfianza y con juicios severos: “Las condenas deberían ser más largas”, “no deberían salir de permiso”, “las prisiones son hoteles de cinco estrellas”, “entran por una puerta y salen por otra”… Comentarios recurrentes ante delitos mediáticos. Pero muy pocos conocen la cárcel por dentro, y menos todavía los sentimientos de los presos. Esto sucede porque la cárcel y los presos son invisibles para la sociedad y, en ocasiones, también para la Iglesia.



La cárcel de por sí ya es invisible. Primero, geográficamente; casi todas prisiones están fuera de la ciudad. En segundo lugar, socialmente, pues en nuestras conversaciones solo aparecen para criticar su estructura o los delitos de los presos. En la actualidad, esta invisibilidad se ha puesto más de manifiesto durante la pandemia. Ha convertido la cárcel en doblemente invisible. Las medidas adoptadas la han alejado más de nuestra sociedad y de nuestras conciencias. Han hecho que las familias no puedan comunicarse con sus familiares presos, los permisos de salida se han suprimido, los voluntariados han visto interrumpidas sus entradas y sus programas se han suspendido.

Sin el calor de las familias

La distancia con la calle se ha alargado y las dudas se han multiplicado. La sonrisa, el abrazo, las lágrimas de las familias han desaparecido. La prisión ha perdido el calor de las familias. La palabra de aliento, el acompañamiento cercano de la Iglesia se ha cortado. Esta situación ha hecho más invisible a la cárcel.

La pandemia y el posterior confinamiento han generado en nuestra sociedad, casi hipócritamente, un sentimiento de solidaridad con la cárcel, cuando hemos querido apropiarnos de los sentimientos y de los presos. Hemos dicho que ahora entendemos lo que significa no poder salir, no poder ir donde quiere uno. Alguno me decía: “Ahora entiendo a los presos”, “ahora veo lo que significa no poder salir de casa o estar en la cárcel”. Pero el confinamiento no se parece en nada a una cárcel, aunque mucha gente la ha comparado con ella. En nuestro confinamiento estábamos con nuestras familias, llevábamos el horario que queríamos, comíamos lo que nos apetecía, veíamos los programas que nos gustaban, hablábamos por teléfono con quien queríamos… Y en nuestra casa nadie nos vigilaba, nadie limitaba nuestros movimientos dentro de ella.

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Arrogancia

No seamos arrogantes; el confinamiento que hemos vivido en nada se parece a la vida en prisión. Eso demuestra más todavía esa doble invisibilidad que trato de denunciar. Comparar nuestra vida, durante el confinamiento, con la de los presos, pone de manifiesto el desconocimiento de la vida de una prisión.

Pero sí, la pandemia también ha despertado un sentimiento solidario en los presos; han valorado el trabajo de los sanitarios, aplaudiendo todos los días a las ocho de la tarde; han agradecido el trabajo de los funcionarios en salvaguardarles la salud evitando que el virus entrase en prisión; han aceptado las restricciones en materia de comunicación con sus familias para evitar el riesgo de que estas se contagien.

Un tiempo de fe

A nivel de fe han surgido auténticas comunidades cristianas, cuando, sin poder entrar capellanes y voluntarios de Pastoral Penitenciaria, se reunían todas las semanas a la misma hora que lo hacían antes del confinamiento para celebrar la Palabra y para pedir a Dios fuerzas para superar la pandemia. También, a nivel personal, ha acercado a muchos presos a Dios cuando han visto que todo a su alrededor fallaba y solo les quedaba Dios. Esto ha llevado a muchos presos a rezar y a confiar plenamente en Dios, dejando testimonios como estos: “Durante el confinamiento recé más porque veía que todo fallaba y solo me quedaba Dios” o “nunca he rezado tanto como durante el confinamiento”.

Pero, claro, esto no se ve ni se valora… Porque son invisibles. ¡Qué pena!

Florencio Roselló, mercedario, es el director del Departamento de Pastoral Penitenciaria de la CEE