Caminar por las calles de Roma es siempre un privilegio. Miles de años de historia bajo tus pies, innumerables personajes y experiencias vividas en tantos rincones de una ciudad que ha marcado el rumbo de civilizaciones enteras. Normalmente, no es fácil pasear por la Roma clásica sin un cierto agobio, con grupos de turistas por doquier siguiendo atentamente las explicaciones de los guías o, quizás, un poco despistados por haberse desviado de la ruta prevista. Pero la situación generada a partir del coronavirus ha hecho que muchas cosas cambien, al menos, por el momento. El inaudito descenso del turismo está mostrando un rostro de Roma como nadie antes recuerda, y pasear por la ciudad durante estos meses se convierte en toda una experiencia. Silencio, soledad, una cierta nostalgia y hasta la sensación de falta de vida. Una Roma con otro rostro que, sin embargo, no deja de ser bella, monumental, y transmisora de emociones.
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Curiosamente, el poco tránsito por muchos lugares de la ciudad ha hecho que la vida se abra paso. Con la llegada de la primera y las buenas temperaturas, entre el asfalto y los adoquines de las calles han germinado pequeños tallos y florecillas que han surgido donde hacía mucho que el color no se conocía. Son signos que nos hablan de vida, de una vida que, por mucho tiempo, se ha visto confinada al interior de las casas, pero que, sabemos, está latente y que volverá a ocupar las calles.
Las vidas que nacen
Y al hablar de lugares con vida en Roma no podemos dejar de hacer referencia a sus preciosas e históricas plazas: la Plaza Venecia, la Plaza Navona, la de San Pedro, la Plaza de la República, la Plaza de la Rotonda o la del Popolo. Cada una de ellas, con su encanto especial y miles de años de historia de los que sus piedras han sido testigo. Pero es, precisamente, la última que mencionábamos, la Plaza del Popolo, la que podríamos vincular de manera especial con la vida o, más bien, con las vidas que nacen. Para los que no se hayan fijado, en el suelo de la plaza se encuentran dos placas con la siguiente inscripción: “Las farolas de la Plaza del Popolo están conectadas a la maternidad del Policlínico Agostino Gemelli. Cada vez que la luz late, significa que ha nacido un bebé. Esta obra está dedicada a él y a los que nacen hoy en esta ciudad”.
No es la primera vez que, al pasar por esta plaza, alguna persona se ha extrañado por el efecto de las luces palpitando. O hay, también, gente que, conocedora de este efecto, comienza a aplaudir cuando se produce, con asombro general de los visitantes ajenos a ello. Todo comporta un bello simbolismo que, en una situación como la actual, donde la vulnerabilidad del ser humano se ha hecho evidente por la enfermedad, ofrece una perspectiva diferente en medio de tanta oscuridad.
En un mundo azotado por el coronavirus, en medio de una crisis sin precedentes las luces de la Piazza del Popolo, en la capital italiana, representan, más que nunca, una luz, la esperanza, la vida.
Renacer en la verdad
La filósofa española María Zambrano, genial analista del contexto europeo en el que vivió, y que, como pocos, ha hablado de una Europa en agonía y de la necesidad de una perspectiva de esperanza para nuestro mundo, decía: “Persona es lo que subsiste y sobrevive a cualquier catástrofe, a la destrucción de su esperanza, a la destrucción de su amor. Y sólo entonces se es persona en acto, enteramente, porque se cae en un fondo infinito donde lo destruido renace en su verdad, en un modo de no perderse. Ser persona es ser capaz de renacer tantas veces como sea necesario resucitar.” (M. Zambrano. ‘Fragmentos para una Ética’, M-347)
Las luces de las farolas de la Plaza del Popolo son sólo un signo, pero no un signo cualquiera, sino un signo de vida. En Italia se han hecho famosos algunos eslogan como: ‘Andrà tutto bene’ o ‘Tutto passerà’. Y la perspectiva más evangélica que podemos adoptar es la de la esperanza, que no tiene nada que ver con un ingenio optimismo, sino con afrontar los retos, los fracasos, las vulnerabilidades con los ojos puestos en la luz de la Pascua, de la Resurrección de Jesucristo, que es siempre vida.