Nací en una Iglesia martirizada por la persecución y las guerras, y mi madre, la Iglesia, me enseñó a no odiar, incluso si tenía razones para hacerlo, a aceptar llevar la cruz hasta el final. La Iglesia me ha ayudado a perseverar en la fe. ¿Cuántas veces hemos tenido los iraquíes que reconstruir nuestras iglesias y nuestras vidas sin perder nuestra alegría?
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Nací en un pueblo de montaña en la frontera entre Irak y Turquía, por lo que se puede decir que caminé inmediatamente en la frontera: entre dos fronteras, dos países, luego dos condiciones. Nunca paré: hoy vivo en Suiza y soy la primera mujer católica capellán militar. Y soy la esposa de un sacerdote caldeo.
Con mi familia en Irak nos mudamos a menudo, nos hemos mudado continuamente y siempre hemos empezado de cero, como muchos otros cristianos allí. Las guerras sucesivas han roto nuestra historia y nosotros hemos tenido que reconducir continuamente para reunificar, o mejor percibir, nuestras raíces y nuestras fuentes de vida, para no olvidar de dónde venimos.
Yo era una joven rebelde, la octava en una familia de cinco chicos y cinco chicas. Tenía fama de hacer justicia por mí misma, de defender a los más débiles. Un día, con solo 10 años, quería ir a jugar con mis amigas, pero mi padre dijo que no. Entonces mi madre gritó: “Déjala ir, no tengo miedo por Lusia, ni siquiera si va en medio de una tropa armada”.
Los psiquiatras os dirán que una frase puede cambiar todo en una vida. Y así fue. Esas palabras de mi madre han tenido un fuerte impacto en mis decisiones. Mi madre me decía también: “Lo esencial en la vida es la fe, todo el resto es efímero”.
A los 15 años, por primera vez, vi unas monjas y su vida me atrajo. Uno de los motivos de mi vocación religiosa fue que la Iglesia daba espacio a las mujeres, a las mujeres fuertes. En países como Irak, las religiosas desempeñan un rol importante en la sociedad, entre los pobres, entre los que sufren, para ofrecerles un apoyo material y testimoniar la gracia de Dios.
En la época de mi postulado, en Mosul, mi mejor amiga era una chica musulmana que llevaba el velo, se llamaba Amal, era una poetisa y era inteligente. Un día alguien me tiró piedras por la calle porque llevaba una cruz y Amal me defendió.
Era consciente que la injusticia social y cultural me había seguido al convento: ¿por qué mis hermanos no planchaban sus camisas si nosotras las hermanas estudiábamos? ¿Por qué las religiosas cocinaban para los sacerdotes, y nunca al contrario?
Cuando fui a Suiza para obtener el diploma y la licenciatura, comencé a ir y venir a Irak y participé en proyectos para apoyar a la población iraquí. Sentí crecer “la vocación del puente”: quería crear un puente entre Irak y Suiza, Oriente y Occidente, entre dos Iglesias. Me tomé dos años, del 2006 al 2008, para discernir, con mi padre espiritual. Al final del primer año comprendí que dejaría la vida comunitaria, pero no la vida de fe.
La sonrisa del prójimo
Un amigo me dijo: “¡así te reduces al estado laical!”. Esas palabras me entristecieron pero no me desanimaron, porque sentía fuerte la primera vocación, aquella por la cual Dios me había formado desde la infancia: crear puentes y unir a las personas. Este camino de fe lleno de desafíos me condujo hacia aquel que después se convirtió en mi marido, un teólogo apasionado de Dios como yo. Mi esposo, ordenado sacerdote caldeo, se ha convertido en bi-ritual y es parte de esas pocas personas que celebran al mismo tiempo en la Iglesia de oriental y en la latina. Trato de cruzar las fronteras a través de la asociación humanitaria que creé en Suiza en 2004, Basmat-al-Qarib, ‘Le Sourire du Prochain,’ la sonrisa del prójimo, que apoya a la población iraquí.
Mi vocación de ser un puente, vivida con inquietud, me ha puesto delante de otro desafío: ¡convertirme en la primera mujer católica capellana del ejército suizo! Nunca me había interesado el ejército, pero cuando recibí la propuesta me dije que podría ser una ocasión para agradecer a Suiza. La especificidad del ejército suizo de ser un promotor de la paz en el extranjero fue una revelación para mí que siempre tuve miedo cuando me encontraba con militares en Irak. En realidad, Suiza no solo es neutral sino que contribuye a los acuerdos de paz.
Hoy, como capellana militar, comparto mi experiencia de fe e integración con los jóvenes. Durante mi recorrido me di cuenta de que tenía que cambiar de piel como lo hace la serpiente. El dolor del cambio es necesario para no morir de nostalgia. Comprendí que lo que importa son nuestras fuentes de vida, nuestras culturas y nuestra identidad: irrigadas, nuestras raíces siempre se pueden plantar… en otros lugares. He dejado de buscar “una tierra y un país”. Mi país se ha convertido en una relación, un corazón, y esto me ha salvado.
*Artículo original publicado en el número de julio de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva