El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que el infierno es un sitio al que se desciende a vivir eternamente la separación de Dios, es decir, separarse de Aquel que únicamente puede proporcionar vida y felicidad, yo diría verdadera vida y felicidad.
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Por otro lado, también afirma que “Dios no predestina a nadie a ir al infierno, para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final” (1037). Del infierno tenemos noticias desde siempre, aunque, sin duda, las palabras luminosas de Dante Alighieri le brindaron al infierno el rostro que hoy conocemos y que, visiones de muchos místicos, ratifican.
En la Divina Comedia, Dante describe al infierno como una ciudad de llanto, de dolor eterno, donde sufren los condenados, donde se pierde toda esperanza. San Antonio María Claret lo describe como un sitio donde se viven intensamente penas eternas.
Santa Faustina Kowalska, por su parte, lo vio como un lugar de grandes y diversos tormentos, de oscuridad permanente, sofocante calor y terribles olores, aunque con la incómoda posibilidad de ver claramente, a pesar de la oscuridad, no solo a los espantosos demonios, sino nuestros pecados, aquellos que condujeron al hombre a ese sitio y, por supuesto, alejados de la misericordia de Dios, abrazados a la presencia asfixiante de Satanás.
Misionera del infierno
Pienso estas cosas a propósito de unas anotaciones que hace la Madre Félix durante sus Ejercicios de 1948. Ella escribe: “Quisiera que no hubiese enemigos de Dios. Si el infierno fuese lugar de misión, desearía ser misionera del infierno para que no se blasfemase más de Dios, para que se acabasen sus enemigos. Si quedándome allí –¡ay, Dios mío, que me cuesta esto! – por toda una eternidad, pudiese hacer que todos los condenados alabasen y amasen a Dios nuestro Señor, me quedaría, con tal que yo pudiese amar a Dios desde aquel antro, aunque, me estremece pensarlo, el Señor no me amase a mí”.
Ella no quiere enemigos de Dios. Su amor la conduce hasta este punto de su humanidad, de, precisamente, los límites de su humanidad. Esto, para mí, tiene un doble sentido. Por un lado, el dolor que puede provocar en Dios que, siendo el hombre el sujeto de su amor más profundo sea, al mismo tiempo, quien más dolor le provea, precisamente por ese amor.
Por otro lado, la espesura a la que se condena el hombre por actuar como enemigo de Dios, no solo por la posibilidad del infierno, sino por la pérdida del sentido de la vida que seguro vive. Estos sentimientos la llevan a pensar que, si el infierno fuera lugar de misión, ella podría ser una misionera del infierno.
Por puro amor
La Madre Félix tiene una explicación: “desearía ser misionera del infierno para que no se blasfemase más de Dios, para que se acabasen sus enemigos […] y pudiese hacer que todos los condenados alabasen y amasen a Dios nuestro Señor”. La respuesta es por amor.
Un amor que es tan extremo que rompe toda posibilidad racional de entendimiento. Un amor que solo puede comprenderse desde el misterio de la cruz. Un amor que destruiría al infierno. Su dolor por el amor de Dios. Su dolor por la salvación de las almas. Un dolor que no es dolor, sino amor, pues el dolor mismo desaparece dentro de la misma potencia del amor.
Por ello, dos años más tarde, escribe “Para que el Señor se sintiese amado en todo lugar, creo que entonces y ahora me iría hasta el mismo infierno a decirle que le amo”. Esto es, sacrificar todo –y todo es todo–, tan solo por decirle a Dios, desde el mismo centro del infierno, cuanto lo ama.
Por un momento, imaginemos esa escena, imaginemos a esta mujer en el vientre sinuoso de la oscuridad eterna diciendo: Dios mío, te amo, y hacer, hasta del infierno, un paraíso. Ha bajado la Madre hasta mí nuevamente para decirme: “El tiempo de Cruz es breve; la resurrección es para siempre”. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela