MARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid
“Desde hace años, mi oración es la misma que la del ciego de nacimiento: ‘Señor, yo creo, pero aumenta mi fe’…”
Perdonen mis lectores, si es que hay alguno, que el primer sentimiento que comparta con ellos sea el de la perplejidad que en estos momentos me embarga.
Si doy un repaso a las personas que comparten conmigo esta última página de Vida Nueva –o incluso, toda la revista–, no puede ser otra la sensación que experimente. Hagamos una enumeración: dos importantísimos cardenales (Ravasi y Amigo); un prestigioso historiador y, para colmo, jesuita (García de Córtazar); un político y embajador (Francisco Vázquez); un estupendo filósofo, especializado en Ética (Francesc Torralba); un sacerdote y galardonado escritor (Pablo d’Ors); y otro sacerdote y novelista (Sánchez Adalid).
Con tal elenco como compañía, ¿cómo no voy a sentirme abrumada, confusa, avergonzada, pero, sobre todo, perpleja? Menos Vázquez y Torralba, todos tienen la condición de eclesiásticos, pero el primero fue embajador ante la Santa Sede y Francesc ha escrito sobre espiritualidad y forma parte de un Consejo Pontificio, por lo que puede decirse que todos son “hombres de Iglesia”. Ni siquiera puedo decir que ha sido mi condición de jurista lo que ha movido a la dirección de la revista a ofrecerme la colaboración, ya que Sánchez Adalid fue juez antes de ser sacerdote (algo así como ser cocinero antes que fraile).
“¿Qué hace una chica como tú en una página como esta?”, me pregunté a mí misma. Para responderme que ya ni siquiera soy una “chica”, salvo que siga la cuarta acepción que la Real Academia da a tal concepto. Dice, refiriéndose al masculino y al femenino: “Hombre o mujer, sin especificar la edad, cuando esta no es muy avanzada”.
¿Es mi edad muy avanzada? Si quisiera dar pena, más de la que ya les debo estar dando, podría hacer lo mismo que hizo Esperanza Aguirre el día de su llevada y traída detención por la policía por estacionar su coche en un lugar prohibido, y calificarme de “sexagenaria”, que al fin y al cabo es lo que soy.
Aunque, la verdad, prefiero la expresión inglesa, que diría, sin mayores especificaciones, que estoy en “mis sixties”. Bueno, pues ¿qué hace una chica en sus sixties, como tú, en está página?
Decía antes que todos los escritores ya citados son hombres de Iglesia, lo que yo tampoco soy. Es cierto que estudié Teología durante dos años, entre otros, con el magisterio de Díez-Alegría, que siempre agradeceré. Y que, queriendo unir mis estudios de Teología con los de Derecho, me hice doctora con una tesis sobre la ley en Jesús de Nazaret, que básicamente decía que Jesús, como buen judío, era un estricto cumplidor de la ley, lo que no le impidió declarar lo que para muchos judíos, de entonces y de ahora –y también para muchos cristianos–, resulta escandaloso:
Que el sábado se ha hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado.
Para nadie puedo ser un ejemplo; los vericuetos de la vida han debilitado una fe que en otros tiempos fue firme. Desde hace años, mi oración es la misma que la del ciego de nacimiento: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”.
Nada me hace merecedora del honor de compartir página con personas tan importantes. No soy más que una modesta profesora universitaria, totalmente desconocida (lo que me encanta, nada me gustaría más que ser invisible) fuera de mi círculo de trabajo o de mi círculo familiar. ¿Qué pinto –escribo– yo aquí?
De repente me doy cuenta de que soy la única mujer. En eso, desde luego, no voy a ser modesta; lo soy y punto. ¿Le interesa a la Iglesia una voz femenina? Espero que no les parezca mal mi escepticismo.
¿No seré una mujer-cuota? Nunca me ha gustado, nunca lo he sido (aunque, eso sí, podía haberlo sido).
Y para exculparme de una culpa que no es mía, acudo a las sencillas palabras de un gran escritor, Max Aub, que tuvo la mala suerte de estar rodeado de contemporáneos más grandes aún que él. No lo usaré, como él hizo, para mi epitafio, en el que estoy poquísimo interesada, sino para decírselo a ustedes y a mí misma, cuando termine mi colaboración: “Hice lo que pude”.
Ojalá todos al final pudiéramos decir lo mismo.
En el nº 2.897 de Vida Nueva.