En mayo de 2011 se publicó Ave Mary, el libro de Michela Murgia, que logró un enorme éxito. La escritora señalaba con lucidez cómo la imagen de la Virgen se había difundido a lo largo de los siglos como un modelo de modestia y sumisión que aguantó los sacrificios y la violencia. Esta crítica no era nueva.
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Ya la filósofa Simone de Beauvoir, en El segundo sexo de 1949, había considerado que María retrataba la “derrota de la mujer” porque presentaba a una madre que “se arrodilla ante su hijo, reconociendo libremente su propia inferioridad”; y años después la antropóloga Ida Magli, en la misma línea, destacó la construcción cultural del mito mariano en su estudio La Madonna.
Producto de la imaginación masculina. La figura simbólica de María, a veces celebrada por encima de la del mismo Cristo, había sido exaltada por el clero célibe como la encarnación de lo femenino encajando así en el contexto patriarcal de la sociedad cristiana que, al mismo tiempo, marginaba a las mujeres.
Esas críticas provocadoras, han puesto de relieve las manipulaciones de la imagen de la Madre de Jesús y han pesado mucho en la formación de la mujer. Ese “sí” de María (Lc 1,38) había sido tradicionalmente interpretado y propuesto por los grandes predicadores y padres espirituales como modelo de modestia para los cristianos que en la Virgen debían ver la figura silenciosa y acogedora por excelencia, una imagen paradigmática del ser mujer.
La Virgen se convirtió así en el prototipo de aceptación humilde, no solo para las consagradas llamadas a soportar todas las mortificaciones, sino también para las laicas, adoctrinadas desde niñas en la catequesis de las parroquias, y como adultas, tanto en el secreto del confesionario como en homilías u otro tipo de predicación. E incluso la imagen desgarradora de la Madre, aplastada por el dolor por la muerte de su Hijo, se había convertido en un icono del sufrimiento indefenso y la derrota humana.
Testigo de la fe
Hoy las teólogas feministas, conscientes de algunos aspectos distorsionados y discriminatorios de esta educación y de la exaltación de Nuestra Señora que no han llevado a un cambio sustancial de los roles femeninos en la Iglesia, se preguntan si todavía puede ser considerada un ejemplo para las mujeres, representar una nueva humanidad que sufre y aspira a la libertad, ser como una “hermana” en la fe y la lucha, un sujeto de emancipación y redención, y, finalmente, si puede ser sujeto de formación para una nueva identidad femenina.
En primer lugar, hay que reconsiderar que María no es un modelo que proponer solo a las mujeres ni un icono de aceptación silenciosa y pasiva. Es testigo activo de la fe y lo es para todos los creyentes. El mismo Lutero, que había combatido las desviaciones del culto mariano muchas veces degenerado en superstición, había escrito el Comentario sobre el Magnificat considerando a la madre de Jesús como modelo de vida cristiana, objeto de pura gracia de Dios, discípula que seguía a Cristo y un símbolo de la Iglesia, madre y educadora. El Corán exalta sus virtudes, señalándola como la verdadera creyente a la que debemos honor y respeto, un punto de referencia espiritual para todos los musulmanes, y no solo para las mujeres.
En segundo lugar, hay que recuperar el papel formativo que desempeñó en la vida de Jesús. Acercarnos a la judeidad de la familia de Nazaret hoy nos ayuda a redescubrir la figura de “María educadora”, decisiva en el desarrollo de la personalidad de Jesús. En la cultura judía se encomendaba a la madre la tarea de la educación religiosa.
Prototipo de la creyente
Era ella quien tenía un puesto dominante en el hogar, considerado un pequeño templo; era suya la tarea de santificar la familia a través de la práctica de los preceptos relacionados con la liturgia doméstica y los rituales del sábado con el encendido de las velas, signo del don de la vida y de la paz y la alegría. Si Jesús es ese hombre armonioso, íntegro y solidario, sabemos que se lo debemos a su madre.
Además, si nos apoyamos en la narración del Evangelio de Lucas, María aparece como una joven independiente y valiente, una mujer que es todo menos subordinada: no pregunta a su padre, ni consulta a su marido, como hubiera sido natural en aquellos tiempos. Su “sí” no es aceptación pasiva y sumisa, sino una respuesta al plan de Dios como hizo Abraham (Gn 22, 1), padre en la fe, y Moisés (Ex 3, 4), liberador del pueblo.
Ella es la protagonista, el prototipo de la creyente que se encomienda a la iniciativa salvífica de Dios. No es una sierva humilde y sumisa, sino la sierva del Señor, es decir, la que representa al pueblo de Israel que se ha mantenido fiel a Dios (Is 48, 10,20; 49,3; Jer 46: 27-28) y que espera ansiosamente el cumplimiento de la promesa. En ella reconocemos a los que en el texto sagrado se definen como los pobres de Israel (anawim), los que no solo se entregan a Dios y a sus brazos misericordiosos, sino que anuncian la subversión de la lógica del mundo.
Y es esta imagen de mujer fuerte la que ha arraigado en la experiencia espiritual de muchas mujeres que se han formado en la “escuela de María”, como las religiosas del monasterio de Sant’Anna en Foligno que quisieron representar a María en la cátedra, retratada en el Templo con el libro de las Escrituras, sentada en el asiento de la autoridad en el momento en que enseña, explica y anuncia la Palabra de Dios a los doctores de la ley y a los compañeras que meditan la Biblia con ella.
Una figura inspiradora
En este fresco del siglo XVI, la dimensión educativa de María emerge con fuerza en el contexto de una comunidad religiosa de cultas terciarias franciscanas, llamada por el historiador Jacques Dalarun un “hogar intelectual” con vocación educativa, como explica el estudio de Claudia Grieco María enseña a los doctores del Templo (Effatà 2019).
En la experiencia de la historia religiosa femenina, María se presenta como una figura de referencia en la vida de los creyentes: ya no es una mujer de pasividad entregada, impotente ante el dolor, sino, una madre presente y compasiva, mujer cercana al sufrimiento de la humanidad para que el dolor se transforme en vida.
Pensemos en las fundaciones asistenciales o educativas que se han inspirado en la Virgen, como el hospital de Santa María del Pueblo de los Incurables, creado en 1521 en Nápoles por María Longo, o la Compañía de María Nuestra Señora, fundada por Giovanna di Lestonac en 1606 para la educación de las niñas. Es imposible mencionarlas todas, porque sería difícil escudriñar el enjambre de realidades articuladas y diferenciadas presentes en todos los países católicos.
La Madre de Jesús es la mujer que guía el destino de la Iglesia por reformar. Lo fue para Brígida de Suecia, para Catalina de Siena o para Domenica da Paradiso. Para estas místicas y profetas, la Virgen, fue un estímulo para recorrer los arduos caminos de la fe y la que garantiza la reforma de la Iglesia que necesita una renovación continua a la luz del mensaje de Cristo.
María de Nazaret, puede ser un modelo de formación para la mujer de hoy en la medida en que su imagen, para no caer en las trampas que reducen su figura únicamente como de dócil sumisión, se revelan con una clave interpretativa diferente, contribuyendo a representar las demandas de las nuevas generaciones de mujeres y su necesidad de libertad y reconocimiento.
*Artículo original publicado en el número de febrero de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva