Entre los fundamentos que identifican a los cristianos es la veneración y devoción a María, madre de Jesús.
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Por todo el mundo en donde se profesa esta religión se ven templos antiguos y modernos y casi siempre grandes, dedicados a ella. También hay fechas determinadas para honrarla y allí se reúnen cientos o miles de personas para acompañarla, vivarla, cantarle, tocarla, mirarla; en definitiva, para expresar su amor a esa representación de María de madera, yeso u otro material. Caminan con ella y por ella, le piden, le agradecen, lloran, celebran y las conmemoraciones litúrgicas se vuelven solemnes y dominadas por su presencia.
En algunos lugares, he visto a turistas asistir para ver este fenómeno humano que algunos tildan de mágico, retrógrado, excesivo, animista o simplemente espectacular, diferente y nunca indiferente.
Así son las manifestaciones de fe, la devoción popular a María. Sin la fe y sin la vivencia no se entienden o se entienden mal.
María del Valle, 400 años de presencia entre sus hijos
María, biológicamente es la madre de Jesús, es también la madre de Dios y madre nuestra por el mandato de Jesús en la Cruz. Pero hay algo más que no terminamos de comprender en esta mujer que a lo largo de la historia de los pueblos se ha hecho presente, a veces antes que los evangelizadores. Destaco aquí el hallazgo de la Virgen del Valle en Catamarca, Argentina, hace 400 años. Una mujer que, fiel a su naturaleza materna, cuida y acompaña a sus hijos, los recibe y los consuela, los anima y los lleva a Jesús. Una mujer que genera y cuida la vida. Que no elige lugares ni personas, simplemente está para mirarlos y para que la miren.
La devoción y culto a María genera unidad y no necesita mayores explicaciones, todos se encolumnan detrás de ella y todos tienen un diálogo, una gracia, una historia que contar en donde por su mediación y presencia se recibieron favores, pero favores de los maternos; ésos que desbordan la necesidad y el consuelo.
Y creo que allí está uno de los secretos. María es madre, Madre de un pueblo que así la siente, un pueblo que se siente hijo. De este modo sus templos son santuarios, son casa de acogida, la casa de la mamá, las conmemoraciones son fiestas que se anuncian y se preparan desde muchos días antes, las personas que van son peregrinos, son los hijos quienes atraídos por el amor de la madre, priorizan la visita a ella. Es el pueblo de María.
El pueblo de María hace largas colas para ver y tocar su imagen, para mirarse con Ella y contarle sus secretos, participa devotamente de las celebraciones y no sabe de sacrificios ni de renuncias cuando se trata de visitar a la Madre. El pueblo de María hace que Ella sea Madre y María los engendra como hijos, un hilo de ida y vuelta donde no existe el uno sin el otro.
Al contemplar, (mirar con detenimiento), al pueblo de María y a la Madre del pueblo, debe llamarnos la atención el invisible lazo que libremente mueve multitudes, la sencillez de las expresiones filiales, la mudez elocuente de María.
María Madre a quien porfiadamente le ponemos vestidos, joyas y tronos como si fuera una reina. María Madre de quien ensalzamos su virginidad queriendo con esto hacerla más santa. María Madre a quien en las imágenes le borran los atributos con los cuales, como mujer, amamanta a sus hijos. María Madre que con el consumismo borramos su gratuidad y la borramos de nuestra cultura. María Madre a quien le pedimos que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.
Santa María, Madre del pueblo. María, Madre de Dios.