JESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor
Hace poco se cumplió un año desde que se hizo público que un misionero español estaba aislado en un hospital de Liberia, por tener síntomas de una enfermedad hasta ese momento casi desconocida en España: el ébola. Miguel Pajares, sacerdote de 75 años, convalecía en el hospital San José de Monrovia, junto a otros cinco religiosos, después de que hubiera muerto víctima del virus su director, el hermano Patrick Nshamdze. Entre ellos, como se supo después, se encontraba también otra ciudadana española, la hermana Juliana Bohi, de origen guineano.
Un avión del Ejército del Aire aterrizaba, trayendo a los infectados a primera hora del 7 de agosto del pasado año, tras haberse activado el protocolo de repatriación a España en tales casos. Para una sociedad nada acostumbrada ya a la amenaza de las epidemias, las imágenes fueron impactantes: el sacerdote enfermo tumbado dentro de un dispositivo de aislamiento; el personal sanitario, con trajes especiales de protección naranja, y el traslado entre grandes medidas de seguridad desde el aeropuerto hasta el hospital Carlos III de Madrid.
Inmediatamente, asistíamos perplejos al lamentable espectáculo de las críticas de una parte de la ciudadanía. Qué vergüenza: auténtica insolidaridad y cruel ingratitud con unos ciudadanos españoles que habían entregado sus vidas para servir a la humanidad. Consideraciones religiosas aparte, España les traía a su país en cumplimiento de un deber cívico para con ellos: hacer todo lo posible para salvarlos.
Desgraciadamente, y a pesar de haberle suministrado el suero experimental ZMapp, el medicamento que se había comenzado a administrar en Estados Unidos, Miguel Pajares murió. Un mes y medio después, el 22 de septiembre, fue repatriado Manuel García Viejo, director médico del hospital San Juan de Dios de Lunsar, que también había resultado infectado en Sierra Leona. También falleció en el Carlos III, porque no se le pudo administrar el suero experimental por estar agotadas las existencias.
Pocos días después, se confirmó que una de las auxiliares de enfermería que atendió a García Viejo, Teresa Romero, había contraído la enfermedad. Fue trasladada al hospital, donde la trataron con plasma de la religiosa Paciencia Melgar, que trabajaba con Miguel Pajares y que superó la enfermedad en Liberia. El día 7, el marido de la auxiliar fue ingresado en aislamiento. También lo fue un ingeniero español procedente de Nigeria y otras dos sanitarias que atendieron a los misioneros. En total, estuvieron bajo vigilancia medio centenar de personas. El Gobierno creó un comité especial para el seguimiento de la crisis, presidido por la vicepresidenta del Ejecutivo.
Poco a poco, los infectados fueron dados de alta. Y después de cinco ajetreados meses, entre polémicas de todo género, el 2 de diciembre la Organización Mundial de la Salud declaró a España “país libre de ébola”.
Pasado un año de todo aquello, nadie se atrevería hoy a negar que el sacrificio de los misioneros sirvió para cobrar ánimos y confianza en los esfuerzos para controlar la enfermedad en el territorio del primer mundo. Ellos no habían ido al tercer mundo por capricho. Cuidaban a enfermos. Nadie obligó al P. Pajares ni al médico García Viejo a dejarse la vida junto a los pobres, sino que cumplían con su ideal religioso de amor al prójimo. Para los que creemos, sus muertes se insertan en la verdadera gloria que corresponde a los mártires. Aunque, tristemente, hay quien no sea capaz de ver más allá de los gastos ocasionados por su traslado o el cobarde pánico por el contagio.
La mezquindad de una parte de esta sociedad, que decimos “avanzada”, se olvida de los 13.000 misioneros españoles, pertenecientes a 440 instituciones religiosas, congregaciones, movimientos, parroquias, diócesis… que también entregan su vida en los rincones más olvidados de la tierra.
Aunque otra parte de esa misma sociedad sí da grandes muestras de generosidad. España es el segundo país del mundo, tras EE.UU., que más contribuye económicamente a la acción misionera: unos 15 millones de euros anuales, obtenidos principalmente de donaciones de los fieles en las parroquias. Y, gracias a Dios, la reciente concesión del Premio Princesa de Asturias de la Concordia a la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios viene a paliar en cierto modo esa otra mirada.
En el nº 2.955 de Vida Nueva
LEA TAMBIÉN:
- EN VIVO: San Juan de Dios, más allá del ébola