ANTONIO GARCÍA RUBIO | Párroco de Nuestra Señora del Pilar (Madrid) y escritor
“Desconfiados por lo vivido, aún nos parece estar en un sueño; y sin embargo, usted nos demuestra día a día que no lo es, asegurándonos a cada paso que retorna un madurado espíritu del Concilio Vaticano II y un amor insospechado por los pobres…”.
Querido papa Francisco:
Todo lo sufrido durante estos largos y pesados años se convirtió en historia desde el momento mismo en el que vimos al acosado Benedicto XVI plantear audazmente su renuncia profética y, entre lágrimas insospechadas de amor comprimido por la Iglesia y por el mundo, vimos aparecer a Francisco en el balcón de San Pedro.
Desconfiados por lo vivido, aún nos parece estar en un sueño; y sin embargo, usted nos demuestra día a día que no lo es, asegurándonos a cada paso que retorna un madurado espíritu del Concilio Vaticano II y un amor insospechado por los pobres.
Santa Hildegard von Bingen dedicó a san Bernardo un piropo, aplicable a usted: “Te vi… como un hombre que miraba al sol con audacia y no tenía miedo… Un águila mirando al sol”. Esa imagen del hombre de fe se la aplicamos a usted, que se compromete públicamente con las cuestiones espinosas de los sufrimientos de la humanidad y afronta un desarrollo equilibrado de la colegialidad y la corresponsabilidad en el seno de la Iglesia. La aportación de cada bautizado, que puede, al fin, ir abandonando la mudez impuesta, vuelve a revelarse esencial para el crecimiento del Cuerpo de Cristo.
Desde el renacer de la colegialidad, sugiero lo siguiente: Karl Rahner dijo una frase profética: “El siglo XXI será místico o no será”. El paso de los años, tras embarrarnos los pies en este complejo siglo, nos urge la puesta en práctica del contenido de esa exclamación profética.
La Iglesia del siglo XXI ha de abrirse a una mística de la experiencia personal y comunitaria con su Señor y su Evangelio, realizando gestos proféticos para los pobres y los pecadores. Solo así no acabará adentrándose en las catacumbas de la historia contemporánea. Aún estamos a tiempo, pero no por mucho tiempo.
Es urgente replantear la pastoral de la Iglesia desde la experiencia personal y comunitaria de la fe. Es necesario abandonar la obscena ideología que todo lo manipula y lo confunde. La comunidad de los bautizados, el Cuerpo de Cristo, ha de tener, como usted tiene, una palabra de autoridad ante nuestro mundo confundido y violentado.
Es preciso desarrollar el proyecto
de vuelta a los orígenes,
que es la base del espíritu del Concilio,
si la Iglesia quiere hacer florecer unos cristianos,
ante todo laicos, que vivan la fe
y den testimonio con autenticidad.
Es preciso desarrollar el proyecto de vuelta a los orígenes, que es la base del espíritu del Concilio, si la Iglesia quiere hacer florecer unos cristianos, ante todo laicos, que vivan la fe y den testimonio con autenticidad. La Iglesia carece de testigos, de cristianos adultos en experiencia y en formación, que den testimonio de la fe y de la misericordia con rigor y valentía. La mística a la que se refiere Rahner es la clave y el fundamento. Sin fundamento, la vida ni se asienta ni se desarrolla, no hay vida posible.
Facilitar el encuentro transformador de la persona con Jesús es la gran tarea de la Iglesia. No un encuentro adolescente, como una complaciente amistad afectiva y enrarecida con Jesús, paralizada en su misma presentación. Ese no puede ser el camino en una época de crisis humana, social y de fe como la presente. Primero, vivir y experimentar el don de la fe, que nos ofrece la Palabra y la tradición de la Iglesia mediante sus testigos; luego, afianzar esa vivencia en medio de la noche y del dolor humanos, formarla, fortalecerla y conformarla con Cristo, con los pobres y con la comunidad cristiana; y, posteriormente, con temor y temblor, y con sincera humildad, dar testimonio sentido, fraterno, solidario, alegre y confiado de la presencia misteriosa y luminosa de Dios en el centro de la historia y del sufrimiento de los pobres, de la humanidad.
El eje de la espiritualidad y de la acción pastoral de la Iglesia, de su teología y de su moral, ha de propiciar el renacimiento de nuevos testigos en el siglo XXI. Necesitamos, como pidieron sus predecesores desde Pablo VI, testigos de la fe y no tanto adulterado y fraudulento maestro.
Porque, ¿quién da y dónde se da hoy la acogida, el testimonio y la formación a los nuevos testigos que necesita este mundo? Una Iglesia principesca, alejada del Pueblo de Dios, que desprecia o duda de la experiencia y de la palabra personal de cada creyente y cada comunidad, no podrá, como no ha podido nunca, iluminar esta vuelta decidida al meollo de la vocación cristiana.
Reconduzcámonos hacia la “fuente que mana y corre, aunque es de noche”, pues, sin fomentar, educar y formar este primer y esencial momento de la experiencia de la fe, de modo adulto y sacrificado, todo acabará desmoronándose, como ya lo advirtió Jesús. Tomemos en serio lo que es evidente y se presupone, pero que no se da. Principio y fundamento para todo el Pueblo de Dios.
Hemos de proponer una guía del recorrido de la experiencia de la fe. Esta es la gran asignatura pendiente del catolicismo de los últimos siglos. Son los obispos, y no los carismáticos o embaucadores de turno, los que, recogiendo el aporte significativo de todo el Pueblo de Dios, han de ofrecernos esta guía común.
Tras el fiasco de épocas quemadas en la historia de la Iglesia de los últimos años y siglos, hemos de concentrarnos en lo esencial. Lo demás puede esperar. Asentemos en nosotros al Señor, conformémonos con Él y sepámonos parte de su mismo Cuerpo, pobre y desgarrado, y no partícipes de nostálgicas ideologías o de anacrónicos pietismos, que frustran, enferman y dividen.
Vivíamos tan alejados de lo sencillo
y lo humilde, que ahora,
esto suyo, tan de Dios,
nos pilla por sorpresa.
Pero acabaremos entendiendo.
La Iglesia no puede caminar en medio de la noche sin la certeza de la fe vivida en la oscuridad y la perversidad de la historia, en los límites de la increencia y del sufrimiento colectivo de las pobrezas periféricas. La mayor parte de las horas de nuestra formación ha de vivirse en esta dimensión. Hemos de echar muchas horas y energías en esta tarea mística de constituir testigos del Señor, bien fundamentados y curtidos por la Cruz y por las pobrezas, las esperanzas y dolores del hombre.
Y junto a la mística serena, paciente y alegre, hemos de trabajar la única política verdadera, la de los gestos que hagan presente el Reino y el amor de Dios para los pequeños y para cuantos lo buscan. Y no olvidemos que solo tiene gestos evangélicos el que vive el Evangelio. Lo demás es morralla.
Cuentan que Etty Hillesum, antes de ser gaseada en Auschwitz, oraba diciendo: “Te ayudaré, Señor, a mantener encendida tu luz en este lugar de muerte”. Siga, papa Francisco, ayudando al Señor, inspirado por su Espíritu, con su palabra directa y jugosa, con sus gestos de bondad y sencillez evangélica, con su modo humilde de ser y actuar, con su valentía profética, a mantener encendida su luz en los ensombrecidos y empobrecidos por su dolor y por la injusticia de los poderosos.
Lentamente iremos entrando, comprendiendo, asumiendo. Vivíamos tan alejados de lo sencillo y lo humilde, que ahora, esto suyo, tan de Dios, nos pilla por sorpresa. Pero acabaremos entendiendo. La historia es larga. La Iglesia conoce bien al hombre y a su Señor. Los de vida austera, de fe simple, los pobres, los rotos, los de la ética del bien, la mayoría silenciosa de buen corazón, los esperanzados…, necesitan de su enseñanza, coherente y fiel, como la de Jesús. Siga adelante.
No tardando mucho, acabaremos, una inmensa mayoría de cristianos y no cristianos del montón, siguiendo, junto a usted, a Jesús, y haciéndolo desde dentro, desde lo profundo, lo místico, y con mayor autenticidad, espontaneidad, transparencia, fiabilidad y fidelidad.
A mí, personalmente, cada uno de sus gestos y palabras me provocan hasta el punto, que me siento invitado y empujado a ser otro cura y otro cristiano diferente.
En el nº 2.872 de Vida Nueva.