Las estadísticas ofrecidas por el último ‘Anuario Pontificio’ muestran el descenso de sacerdotes y religiosos y religiosas en Europa y Oceanía. A la hora de comentar estos datos, hay que partir de un hecho fundamental: las vocaciones son dones que proceden del Espíritu Santo. Las otorga a su Iglesia cuando quiere, donde quiere y como quiere. Si bien, pide nuestra colaboración. La invitación de Jesús sigue firme: “Orad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38). Se hace más apremiante esta oración cuando a la disminución se añade el envejecimiento. Sería bueno añadir que son muchos los sacerdotes, consagrados y consagradas de Europa presentes en los otros continentes como misioneros.
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Con gozo y gratitud observamos mayor reconocimiento de la vocación y misión del laico en la Iglesia. Crecen su participación y colaboración, y disminuye el clericalismo. A la vez, hay cristianos que, siendo llamados al ministerio y a la vida consagrada, se retraen o declinan la respuesta porque creen suficiente su compromiso social, cultural y misionero como laicos. Desde lo que hacen, no ven la necesidad de abrazar el ministerio o la vida consagrada.
Pero no todo consiste en ‘hacer’ o ‘prestar’ servicios. El ministerio sacerdotal y la vida consagrada se mueven desde la mística y la profecía. Remiten a la primacía del absoluto de Dios en Cristo y a la ardiente caridad que busca transformar el mundo desde el Evangelio. A veces, desde el silencio y la alabanza.
Por otro lado, el índice de natalidad en estos continentes ha bajado notoriamente y esto hace que el número de vocaciones disminuya. Este descenso de natalidad no está desvinculado del arrollador proceso de secularización que enrarece el aprecio por la vida y pone entre paréntesis el sentido trascendente de la misma. El número de familias católicas disminuye y los proyectos para sus hijos están cargados de intereses de prestigio, de poder y de bienestar económico.
Este desafío de la disminución nos está pidiendo a los consagrados y consagradas revisar nuestro modo de vivir y la forma de proponer nuestra vocación, para que, en docilidad al Espíritu, sea verdadera ‘evangélica testificatio’. El encanto y la alegría de nuestra vocación se revelan en la fidelidad creativa en el seguimiento de Jesús, según el carisma de los fundadores.
La oración, las bienaventuranzas, las obras de misericordia y la vida fraterna en comunidad son auténticos antivirus para los males que afectan a nuestra sociedad. Entre otros: la autosuficiencia, la frivolidad, el pragmatismo, el afán de lucro y la insolidaridad. ¡Ojalá los consagrados contagiemos alegría, misericordia y esperanza!
Es dura la prueba que estamos pasando con el coronavirus. Aumenta el dolor ante el elevado número de víctimas. ¿Llegaremos a situarnos en el punto neurálgico de lo esencial y definitivo en nuestras vidas? Son insistentes las preguntas de calado que vienen estos días a nuestra mente y golpean el corazón. Piden revisión de actitudes y de comportamientos.
La carencia de vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada nos afecta a todos los miembros del Pueblo de Dios. Los sacerdotes y consagrados, como pastores, testigos y profetas, son memoria y acicate en nuestro peregrinar. Son imprescindibles en la construcción del mundo nuevo que anhelamos.