Tribuna

Mi pobre experiencia como acompañante de víctimas de abusos

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Permítaseme compartir algo sobre mi experiencia como acompañante de otros supervivientes de abuso sexual infantil. Estoy profundamente agradecido a Dios por haberles puesto en mi camino. Ellos y ellas me enseñaron algo fundamental: no tenerle miedo al sufrimiento. Puedo decir que, gracias a su lucha y testimonio, hoy vivo con más paz y serenidad cuando algunas heridas se abren y vuelven a sangrar.



No siempre me ha sido cómodo contener sus lágrimas, pero aprendí a no asustarme, a respetar sus silencios y sus procesos. En algunos procesos he tenido que luchar con la tentación del desánimo y de querer ver frutos inmediatos. A veces me embargaba una profunda tristeza; por un lado, por verlos sufrir tanto, y, por otro, por la impotencia que me bloqueaba. Aprendí que acompañar muchas veces es simplemente saber estar ahí, en sus oscuridades, infundiendo la esperanza de que en algún momento llegará la aurora.

Acompañar a víctimas de abusos provocó en mí la sensación de estar en muchos momentos ante un misterio que me desbordaba. He tenido que ajustar mis expectativas, porque uno espera la curación milagrosa, la intervención portentosa de Dios. También el Señor purifica en nosotros la tentación del mesianismo: la mentira de creer que todo depende de uno, y que es uno el que cura a la otra persona.

abusos

Se trata de aceptar que hay procesos que son de largo aliento, tanto que hoy me atrevo a decir que es posible que algunos acompañamientos no tengan final; de hecho, para quien quiere vivir en serio su fe y su seguimiento de Jesús, tener un acompañante espiritual es algo fundamental. Además, no sé acompañar sin ser acompañado. ¿Puede ser que llegue un momento en la vida en que uno ya pueda prescindir de un acompañamiento espiritual? ¡No lo creo!

En este camino se experimentan muchas rabias e impotencias, se llora en el silencio de la oración al ver el esfuerzo sobrehumano que hacen las personas por salir adelante. Pero más –he de decirlo– ha sido la alegría por cada pasito de sanación y pequeño avance en el camino. De corazón puedo decir que se trata de un gozo muy hondo que hace brotar lágrimas de gratitud. No tengo palabras para agradecer a Dios el regalo de ser, por pura misericordia, acompañante del camino de mis hermanos. 

La experiencia de acompañar me ha hecho consciente de todo un itinerario espiritual; me ha recordado la importancia del papel vital que juega la memoria –mejor dicho, hacer memoria– en el proceso de sanación; me ha hecho más consciente de la potencia de nuestra Buena Noticia; en efecto, nada como la muerte y resurrección de Jesús puede iluminar y dar sentido al sufrimiento. Hoy quiero gritarles a todos los que luchan por sanar el dolor de su infancia rota la profunda convicción que me embarga: “¡Ánimo, que la esperanza no falla!” (Rom 5,5).

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