Tribuna

Miércoles de Ceniza

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Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de DeustoFERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

“Ante el profundo y largo sufrimiento de los hombres en estos tiempos adversos, meditemos en el fondo de nuestro corazón…”.

“Porque no tengo la esperanza de volver jamás”. T. S. Eliot, probablemente el mayor de los poetas en lengua inglesa del siglo XX, iniciaba con este verso su Miércoles de ceniza, escrito cuando Occidente entraba en la terrible década que se inició con la Gran Depresión y culminó con el estallido de la II Guerra Mundial.

Se inspiró en el poema escrito por Guido Cavalcanti, cuando la ciudad de Florencia le condenó a un destierro del que solo regresó para morir. El sufrimiento del escritor toscano, a finales del siglo XIII, se actualizó en las palabras de Eliot al presentar nuestra vida como exilio, nuestro existir como la residencia en una tierra baldía, nuestro tiempo como permanente nostalgia de eternidad, nuestro cuerpo como una incurable enfermedad del espíritu.

Escribo estas notas en un día penitencial. Hay un tiempo para el gozo y un tiempo para el dolor. Hay un tiempo para el trabajo y un tiempo para la oración. Hay un tiempo para dejarnos llevar por la alegría de nuestra fe y un tiempo para hacernos responsables de nuestra libertad, cuando nuestros actos y nuestra conciencia quedan a solas, bajo la mirada de Dios y con el alma en suspenso, abierta hacia los hombres.

En la hora de la más grave meditación, mi corazón se encuentra entre mis manos: advierto mi pesar, conozco mi arrepentimiento y me inclino ante una misericordia cuya grandeza nunca seré capaz de imaginar.ilustración de Jaime Diz para el artículo de Fernando García de Cortázar 2887

Busco las páginas del evangelio en el que san Mateo reconstruye el Sermón de la Montaña. Según Carlo M. Martini, lo que da finalidad y fundamento a estas palabras de Jesús es la oración del Señor. El Padrenuestro refleja la inmediatez del Reino, la voluntad de Dios en la tierra, la protección amorosa del Padre y la fidelidad de sus criaturas, expresadas en un orden moral que nos exhorta a ejercer nuestra libertad con una conducta ejemplar.

Para algunos intelectuales protestantes, el Sermón de la Montaña está fuera de toda posibilidad de aplicación, porque su rechazo de la opulencia, el desprecio de la ostentación y la fraternidad radical que se predican no pueden realizarse en el mundo moderno sin destruir las bases de nuestra convivencia. Tan injusta como irremediablemente defectuosa y pecadora es la condición del hombre.

Por el contrario, los católicos entendemos que las dificultades para vivir de acuerdo con lo expresado en el Sermón de la Montaña no deben aceptarse con la dolorosa resignación del luteranismo. Las palabras de Jesús no son la vaga referencia a un mundo perfecto y utópico; no aluden a la línea imaginaria de un horizonte inalcanzable en esta vida, que solo puede ser motivo de aspiración mística del creyente.

La oración del Señor no es solo demanda, sino afirmación de la presencia del Reino. No es espera, sino esperanza. No es humillación, sino humildad. Exigencia de ejemplaridad: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos”.

Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu Reino. Hágase tu voluntad. Ante el profundo y largo sufrimiento de los hombres en estos tiempos adversos, meditemos en el fondo de nuestro corazón. Somos cristianos imperfectos, pero católicos liberados de toda perspectiva determinista y negativa del hombre. Somos, por ello, responsables últimos de nuestros actos, culpables de cada palabra, de cada acción en que hemos desatendido la enérgica ternura con la que Jesús nos recordó el significado de la caridad y la fibra más íntima de nuestra esperanza.

Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacificadores, los que sufren persecución y los que son vilipendiados por defender el nombre de Cristo.

A solas con nuestra conciencia, a sabiendas de que en nuestras obras se glorifica el nombre de Dios y la dignidad de cada una de sus criaturas, demos cuenta de las veces en que no hemos sido ni sal de la tierra ni luz del mundo. Porque queremos ser fieles a un compromiso invocado hace veinte siglos, que nos bendijo con un alma inmortal, con una vida eterna, “en este corto tránsito en el que los sueños cruzan / el crepúsculo soñado entre el nacimiento y la muerte”.

En el nº 2.887 de Vida Nueva.