Tribuna

El milagro de lo cotidiano

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Martes 10 de octubre. Puigdemont retrasa su comparecencia ante el Parlament de Cataluña. Miles de miradas tienen sus ojos puestos en lo que ocurre en Barcelona. Verónica no está al tanto. El mundo no la mira a ella. Pero su intrahistoria alcanza hoy su particular clímax. Con más profundidad que cualquier declaración o no de independencia.

Una capilla. En Getafe, en esa periferia real y existencial que circunda Madrid. La puerta se abre. Entra de la mano de su marido. Una media sonrisa. Percibo su paso algo vacilante. Lento. El de quien sabe que se acerca al Misterio. “Siempre he visto en ella a los Anawin, los pobres de Yaveh”, susurra madre Sacramento, superiora general de las calasancias que les acompaña hasta el altar. Se paran ellos, se detiene el tiempo.  

Han pasado catorce años desde aquel día en que Verónica entró desangrándose en un hospital de Santiago de Chile. Embarazada, tuvieron que forzar el parto. Su hijo, a salvo. Ella entra en coma. Pasan los días. Todo está perdido. Deciden desconectarla. Los médicos llaman a casa a su marido para que se despida. Antes de hacerlo, decide acudir con sus hijos a la capilla del colegio. Con la madre Patricia rezan juntos al padre Faustino, fundador del Instituto Calasancio Hijas de la Divina Pastora. Científico y educador, este escolapio gallego vivió volcado en curar a los enfermos y a las almas. “Pelaíto, échale una mano a Verónica”, le implora Pedro con más cariño que desasosiego. Su plegaria, sin que él sea muy consciente, es escuchada.  A los pocos minutos, cambian los signos vitales de Verónica. El final de este relato se escribirá el domingo cuando el Papa proclame santo al sacerdote científico y maestro.

Hoy, Verónica está frente al cuerpo incorrupto de su intercesor. Una frase de Faustino descansa bajo la urna: “Dejemos obrar a Dios, que para mejor será”. Parece escrita para ella.  Lágrimas espontáneas en el encuentro. Las suyas. Y las del reducido grupo que le acompaña en el templo. Unos bancos más atrás, alguien se contagia de la emoción, aquel que con una fe emborrachada de racionalidad, se resiste a creer en lo inesperado, en aquello que es invisible a los ojos, en todo lo que se escapa a su control. Pero la sola fe de Verónica, remueve,  conmueve, interpela, cuestiona.

Silencio. Oración. Solo roto por un “Gracias” espontáneo que sale de su delicada voz: “Ayúdame a aprender de tu humildad, que sea merecedora del regalo que recibí, de esta nueva oportunidad de estar viva”.  De nuevo el silencio. Verónica y su familia necesitan más intimidad. Piden quedarse a solas en el santuario. Solo ellos y Faustino. Solo ellos, ante el Dios de la vida.

Los demás, fuera de plano.  Desde el otro lado de la pared, el “flash back” de otras palabras suyas que resuenan como un mantra: “Los milagros todavía existen. Todos los días están ahí, pero no nos damos cuenta, seguimos caminando como si nada. Que salga el sol, que estén los árboles, que podamos respirar es un milagro constante. Dios existe, está ahí”.

Esos pequeños milagros. Los de cada día. Imperceptibles. Pero con certificado de autenticidad. Esos que, gracias  Dios, y por intercesión del nuevo santo tienen lugar a través de las manos de aquellos que construyen el Reino. Las calasancias y quienes comparten su misión. En la casa hogar de Buenos Aires, donde se teje un futuro para las niñas de la Villa 1-11-14, entre ellas, Tatiana, esa pequeña a la que el cardenal Bergoglio tutelaba como si fuera su nieta. O en Futrú, donde no sé sabe cómo se multiplican los panes y los peces para sacar adelante un taller de promoción para la mujer. O en la selva de India, donde se consolida una escuela al estilo Míguez, “para que las inocencia del corazón  no se pierda en las tinieblas de la ignorancia”. O en Getafe, donde hay un pupitre para el alumno migrante, para el que tiene una familia herida o el que no sabe cómo encauzar su hiperactividad.  Es el milagro cotidiano de educar, de buscar y encaminar. Lo sabe Verónica. Lo sabe Tatiana. Lo sabe Faustino.