Tribuna

Mirando desde la oscuridad al pobre de Asís

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Cuando el mundo repentinamente se endurece y se torna en una especie de fiera mitológica en vez de la consumada humanidad que Dios deseara, escribe Gabriela Mistral al inicio de un libro dedicado a San Francisco de Asís, el genio franciscano, que es sobre todo un genio espiritual, se expande, se hace más sólido y se intensifica, como lo hacen las fuerzas cósmicas.



El recuerdo y testimonio de San Francisco se transforma en tiempos como los que vivimos en un camino hacia el recuentro con lo que verdaderamente es el hombre.

Un camino que tiene su origen en la interpretación de Dios como realidad fundante, operante y ejemplar, es decir, como siempre se ha dicho: el hombre es imagen de Dios. Sin embargo, en tiempos de San Francisco, el hombre era asumido desde una perspectiva más bien pesimista. Imagen de Dios, sí, pero cargado de pecado y de ruina. San Francisco, sin marcar distancia con la doctrina, mira al hombre y su realidad desde otra perspectiva.

Su mirada busca cobrar sentido en la mirada de Cristo, cuya presencia viva y ardiente se encuentra escondida debajo de la condición humana, en especial, de esa humanidad desfigurada y herida por la enfermedad y la indigencia.

Los ojos de San Francisco

Los ojos de San Francisco beben en los presupuestos de la fe que desnudan al hombre –todo hombre– como una emanación muy íntima del Dios trino. El hombre, en virtud de ello, corresponde a dos feudos diversos, a veces antagónicos: el individual y el social. El hombre es para sí y es para los demás, al igual que las personas divinas son para sí mismas, pero lo son también la una para la otra. Por esta razón, ya San Francisco asume al hombre como ser esencialmente relacional con todas las posibilidades de superar la soledad y el individualismo.

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Contraponiéndose, en cierta forma, al “entra en ti mismo” de San Agustín, San Francisco y su escuela plantea que el hombre salga hacia el otro, hacia los demás, hacia la creación, pues no está aislado, no está encerrado, sino que está en permanente apertura al gran teatro de las obras divinas en cuyo interior respira la presencia del Creador. En este sentido, la alteridad, el otro, el prójimo se transformará en el marco referencial a partir del cual el hombre va edificando su identidad. San Francisco vive al otro no como un simple semejante, ni siquiera como prójimo, sino como hermano, pues su idea de la fraternidad está tejida desde la convicción certera de que Dios es Padre de todos sin excepción.

Amor a todos

En un bello trabajo sobre las cartas escritas por San Francisco, Leonhard Lehman, resalta un dato que, a la luz de lo expresado hasta ahora, nos brinda una clara visión de la conciencia en permanente apertura del santo. La conciencia que Francisco tenía de su misión se manifiesta, entre otras cosas, en que en sus cartas se dirige casi siempre a la totalidad de un grupo o simplemente a todos los hombres.

La habitual repetición de las palabras «todos» y «en todas partes» (omnes, universi, ubicumque, etc.), lo demuestra. Junto a esta perseverancia por incluir todo y a todos, al que hemos hecho referencia y que anima en los escritos de San Francisco, recalca tanto más su tendencia a lo individual, pero ajeno a individualismo.

Su arresto por llegar a todos no deja de lado a los individuos. San Francisco se dirige a todos, pero también se dirige a cada uno en particular. El horizonte universal de su oración y de su acción apostólica no le hace perder de vista al individuo, pero un individuo acariciado desde una perspectiva distinta, pues, como hemos dicho, es uno que se halla en constante apertura. Para San Francisco el ser humano es un ser de apertura: un hombre concreto y perfectamente ubicado en su aquí y ahora, pero abierto, o como señalará Leonardo Boff, un nudo de relaciones que apunta en todas las direcciones, pero que, a pesar de la crudeza que da vida a la tormenta, no pierde de vista su norte: Cristo que le dice ¡Ven! Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela