Han pasado más de 20 años desde que Juan Pablo II escribiera en su exhortación apostólica Vita Consecrata que “no pocos Institutos han llegado a la convicción de que su carisma puede ser compartido con los laicos” (nº 54). Se trataba de una afirmación de enorme trascendencia que apuntaba a un cambio de paradigma en el modo en el que los carismas fundacionales habrían de encarnarse en adelante en la Iglesia.
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Me permito realizar este paralelismo: “No pocos laicos y laicas hemos llegado a la convicción de que el Espíritu Santo nos ha regalado un carisma concreto para seguir a Jesucristo que puede (y debe) ser compartido con otros religiosos y laicos”. Quiero así poner el acento en que la realidad de lo que llamamos “misión compartida” no es un dinamismo que nazca, en primer término, de la iniciativa de los institutos religiosos, ni de los laicos vinculados a ellos, sino del Espíritu. Estamos, por tanto, ante una cuestión fundamentalmente vocacional.
Retos a afrontar
Creo que es imprescindible que adoptemos este enfoque a la hora de afrontar adecuadamente los retos que la misión compartida nos plantea. Apunto algunos de ellos:
1.- La responsabilidad de los institutos religiosos, como garantes legítimos de sus respectivos carismas, de impulsar procesos vocacionales carismáticos tanto de religiosos como de laicos. No se trata de atender a la necesidad de sostenimiento de la institución, ni de adecuarse a un ecosistema eclesial en el que la misión compartida está moda. Se trata de dar respuesta a las insinuaciones del Espíritu en la Iglesia.
2.- La responsabilidad de los laicos de abrazar su vocación carismática con todas las implicaciones (y complicaciones) que de ella se derivan, asumiendo, más allá de la corresponsabilidad, el reto de la comunión. Y el reto de los religiosos y religiosas de acoger al laicado como don de Dios, con quienes compartir todas las riquezas del carisma.