No cabe duda, que como sociedad vivimos momentos históricos, muy convulsionados. Y los hechos lo demuestran, pues en febrero se iniciaba la invasión de Rusia sobre Ucrania y la guerra aún continúa. La fuerte inflación que se globaliza y donde casi “ningún bolsillo puede resistir”. Como también las sequías en Europa, América Central, Norte y Sur y China agudizan los problemas del ecosistema. Sin dejar de mencionar que todavía el uso de las mascarillas, en algunos países, continúa en modo pandemia. Conjuntamente, si a eso se suma la debacle de los gobiernos populistas, que dicen ser democráticos, pero a la posteridad continúan generando miseria sin mejorar los índices de pobreza, salud, trabajo y educación de sus países. Esa incapacidad los lleva a ser gobiernos irresolutos, venden humo, mientras se jactan de ser democráticos, sus discursos populistas manifiestan una dictadura encubierta y solapada.
- PODCAST: Los cardenales se aglutinan alrededor de la reforma de Francisco
- ¿Quieres recibir gratis por WhatsApp las mejores noticias de Vida Nueva? Pincha aquí
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Un ejemplo concreto es la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo, que, dicen ser un “gobierno democrático”, pero actualmente, eliminan, persiguen, borran, cierran y callan a todo aquel que se opone y es un obstáculo a su régimen. Hace pocos días, hemos sido testigos de esta forma de gobernar y de cómo la policía de Nicaragua arrestó al obispo de la diócesis de Matagalpa y administrador apostólico de la diócesis de Estelí, Rolando Álvarez, junto con cuatro sacerdotes, dos seminaristas y un laico, adicionales a otros tres párrocos detenidos en los últimos tres meses, que posteriormente, emitieron este mensaje: “Están persiguiendo a la Iglesia por su misión profética, porque es la única capaz de denunciar sus constantes violaciones a los derechos humanos, olvidándose de que cuando persiguen a la Iglesia, en la persona de sus servidores los obispos, los sacerdotes, los laicos, es a Cristo mismo a quien persiguen”, indicó el clero de Estelí, en una carta pública.
Ante tal represión el periodista nicaragüense Wilih Narváez, tuvo que autoexiliarse. Sus dichos acerca de la falta de contundencia y firmeza del Vaticano y, en particular del Santo Padre, por la persecución que vive la Iglesia, declaró: “No basta únicamente con mandar a un representante a la Organización de Estados Americanos a condenar estas acciones y pedir el diálogo. Hace falta que dé la cara”.
Sin embargo, este no es el único dato de represión y Walter Sánchez Silva Saldarriaga, periodista de la agencia católica ACI Prensa, recuerda lo sucedido el 31 de agosto del 2020 dentro de la Catedral de Managua, en la capilla de la Sangre de Cristo. Entonces, la imagen de la Sangre de Cristo, que se resguarda y venera en Nicaragua desde 1638, fue calcinada por una bomba que lanzó un desconocido. El Papa calificó el hecho de “atentado”, a pesar de que la dictadura de Ortega y Murillo sostuvo que fue un incendio involuntario. De acuerdo con los hechos, Walter Sánchez sostiene que debe haber una “reparación histórica” que reivindique el daño realizado y, a su vez, que el silencio que se le atribuye al papa Francisco no es tal, ya que intenta actuar con prudencia y evitar que la situación tenga una escalada mayor, difícil de reparar. Por eso, expone el rol que tuvo el papa Pío XII durante la Segunda Guerra Mundial y que, en su momento, fue tan criticado por no haber tenido una intervención más contundente y fuerte ante la invasión alemana y, sin embargo: “Él ayudó a salvar a miles de judíos a partir de una red de sacerdotes y monjas que los protegieron y escondieron. El Santo Padre sabía que, si se pronunciaba explícitamente, la violencia podía aumentar”.
Constante persecución
Estos son tiempos muy difíciles para la Iglesia y así lo confirma el Sínodo alemán con su propuesta de “nueva Iglesia” y que pide al Vaticano una readecuación del Evangelio a la “nueva” sociedad secular. Por otra parte, sabemos cómo ha sido la constante persecución a nuestra Iglesia, desde sus inicios hasta hoy, que, lastimosamente, marcan un precedente para los “profetas de nuestro tiempo”, quienes se la juegan por Cristo incluso a riesgo de perder su vida. Riesgo que constatamos como aquella condena que atentó contra la “libertad religiosa” de una mujer cristiana, pakistaní: Asi Bibi (2010), quien fuera condenada a muerte por blasfemia y sus comentarios despectivos contra el profeta Mahoma después de decirle que había contaminado el agua de un bidón comunitario por ser cristiana.
Fue un acontecimiento terrible e insólito, pero la decisión de la Corte Suprema de ese país, la absolvió después de ocho años en el corredor de la muerte. Sin duda, que situaciones de violación al derecho de la libertad religiosa hay muchos, pero el caso de Nicaragua es uno más en el concierto de gobiernos como el de Ortega y Cía., que anula todo lo que es contrario a su ideología política.
Hoy, desde los sectores más conservadores hasta los más progresistas de la Iglesia junto con la opinión pública se preguntan e inquietan por “el silencio” del Papa y el Vaticano. Su falta de premura y contundencia para alzar la voz por la represión que vive la Iglesia de Nicaragua causa ruido y escándalo para algunos. Cuando la cuestión no es únicamente “alzar la voz”, sino que después de alzarla aquello debe ir acompañado por un diálogo y gestión entre las partes para alcanzar un consenso. No obstante, ese diálogo “diplomático y evangélico” desde la Iglesia se hace, pero no se grita a los cuatro vientos. Además, la prudencia del papa Francisco no obedece a una inoperancia o a una falta de interés del problema, sino que como autoridad máxima de la Iglesia debe acercar las partes para no vociferar cualquier cosa y sabemos, que las palabras de un Papa pesan. Por ejemplo, si un párroco u obispo dice: “la misa presencial puede ser reemplazada por la virtual”, quizás más de un feligrés se espante, pero si lo dice el Papa tiene otra repercusión mediática.
Por eso, no se puede condenar el “silencio” del Papa ni menos hacer un reduccionismo ideológico de las cosas, es decir, juzgar todo desde mi visión de la vida y principios, porque generalmente se cae en “maximalismos” o “extremos” que hace perder toda objetividad. Es cierto que lo que ocurre en Nicaragua es condenable, triste y preocupante. Sin embargo, lo que allí acontece no es únicamente un atentado contra la “libertad religiosa”, sino que lisa y llanamente se produce una cerrazón con el que piensa distinto y quiere ver el mundo, como en este caso, desde Dios. Además, cada vez es más fuerte la idea ─y más en los gobiernos de izquierda─ “pensar un mundo sin Dios”.
Sin juzgar sin estigmatizar
Por eso la persecución en Nicaragua es un ejemplo más de ello. En efecto, “el que no piensa con el régimen o con el líder de turno entonces queda excluido”, o bien, “todo aquel que es una amenaza a mis intereses entonces lo borro, lo ignoro o no le doy participación”. Lastimosamente, creo que esta forma de pensar y actuar también se enquistó en nuestra Iglesia. En ese sentido, no hemos aprendido la lección por parte de Jesús: cómo el Señor se sometió a una cultura; a vivir la fe respetando la norma o Ley sin anularla; admitió las condiciones del poder de turno, representados en Pilato hasta el punto de curar un sirviente de un oficial romano, como también a las mismas autoridades religiosas que tantas veces lo hostigaron. Ni hablar de las muchas situaciones en que llamó, acogió y curó al “pecador”, pero rechazó su “pecado”. Sabemos que el Evangelio está lleno de estos ejemplos y de cómo Jesús respetó la mentalidad de una época y sin derramar una gota de violencia.
Sin embargo, más allá de la coyuntura que vivimos como Iglesia y de las persecuciones en sí, me parece que hay una razón más de fondo que nos debe ayudar en la reflexión. Porque, las persecuciones lejos de ser una causa del problema son consecuencia de otro mucho más relevante y que está permanentemente en todos los ámbitos de la vida pública: “la falta de tolerancia con el que piensa distinto”. El día de la tolerancia llegará cuando podamos decir las cosas como son sin que por eso seamos juzgados y estigmatizados como de derecha, de centro o de izquierda; judío, protestante, ateo, musulmán o católico; progresista o conservador, etcétera. Esas etiquetas condicionan todo diálogo, porque al final se termina condenando no lo que cada uno cree, acredita o piensa, sino a la “persona” que está detrás. El día que aprendamos como sociedad y creyentes a condenar el “pecado” y no a la “persona” entonces es muy probable que las “persecuciones” disminuyan…