Como cada 8 de febrero en el día de la fiesta de santa Josefina Bakhita –la religiosa sudanesa que de niña vivió la dramática experiencia de ser víctima del tráfico humano–, la Iglesia celebra este año la VII Jornada Mundial de Oración y reflexión contra la trata de personas.
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Creo que este día merece varias reflexiones, ya que esta palabra –trata– connota y denota varias posibilidades, así como la expresión de lo que se toma y advierte como tal. Vamos a tomar definiciones internacionales.
La trata
En primer lugar, se dice que “la finalidad de la trata es la explotación de un ser humano” y que para lograr esta explotación “las víctimas son retenidas en el lugar de explotación mediante amenazas, falsas deudas, mentiras, coacción, violencia, y bajo tales condiciones son sometidas a condiciones de esclavitud y explotación”.
Y leemos en http://www.jus.gob.ar que “la definición consensuada a nivel mundial es la que brinda el Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños, que complementa la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional. Conforme este instrumento Internacional, la trata de personas es “la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad o a la concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra, con fines de explotación.
Esa explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud o las prácticas análogas a la esclavitud, la servidumbre o la extracción de órganos” (el texto completo del Protocolo se encuentra disponible en http://www2.ohchr.org/spanish/law/pdf/protocoltraffic_sp.pdf).
Hasta aquí, lo que nos produce escozor tan sólo de pensarlo y nos provoca reacciones de impotencia y horror. Pero teniendo en cuenta las diversas maneras de trata que los mismos protocolos adoptan, podemos ver con claridad algunas que nos pegan de lleno en nuestra propia cara.
Seguimos mirando desde afuera
Porque como en otras realidades de nuestros entornos sociales, seguimos mirando desde afuera y los malos siguen siendo los otros. Esos que ejercen algo que yo en mi pequeño mundo no hago, pero juzgo liviana y desacertadamente. Cada uno y cada una subidos a nuestros prejuicios o a nuestra extenuante moralina moralizante.
Porque como con la droga, la prostitución en sus diversas formas, el maltrato y la violencia sobre las mujeres, niños, niñas, ancianas y ancianos, la pobreza, la homosexualidad, la desconsideración hacia los migrantes y los diversos pueblos que habitan un mismo suelo, no nos hacemos cargo de la parte que nos toca en cada una de esas realidades.
Desgranando lo que se dice que es la trata, vemos que hay maneras de trata que no sólo implican el trabajo sexual, sino también los servicios forzados, la esclavitud o las prácticas análogas a la esclavitud, la servidumbre, abonado esto por el abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad.
La vulnerabilidad y nuestras comunidades
Con el Evangelio que leemos hoy en la mano (Mc 7, 1-13), y las nuestras impuras de este tiempo de Covid que nos obliga a lavarlas, es bueno también plantearse cómo nos referimos o actuamos ante las situaciones de vulnerabilidad de las personas en general y de nuestros hermanos y hermanas en particular, dentro de nuestra Iglesia y en nuestras comunidades.
Dice Jesús a los fariseos que son hipócritas porque al mantenerse fieles a la tradición, descartan tranquilamente el mandamiento de Dios. Y Jesús nos interpela hoy, que tanto hablamos desde la doctrina o desde las referencias al evangelio usadas de memoria, pero no experimentadas por, con y en la caridad.
¿Cuántas veces nos comportamos como fariseos modernos? ¿Cuántas veces decimos que amamos pero no abrimos los labios para decir un te quiero? ¿Cuántas veces ejercemos desde nuestro dedo índice la trata emocional y psicológica sobre nuestros propios hermanos y hermanas? ¿Cuántas veces acomodados desde nuestra eterna silla en una pastoral, un movimiento o en la comunidad nos proponemos como solventes adoctrinadores de otros ejerciendo un poder que los hace víctimas? ¿Cuántas situaciones podemos reconocer en nuestras propias familias y comunidades donde una supuesta autoridad congela el accionar y las palabras de las personas?
Quizá hoy, recordando a esta santa tan negra, tan humillada y tan abusada en su libertad y en su dignidad, pero tan amada por Dios, podamos preguntarnos más en profundidad qué lugar tiene en nuestra vida familiar y comunitaria una verdadera reflexión concienzuda y amorosa sobre cómo nos tratamos entre nosotros. Una acción que conlleva aceptar que soy capaz de dejarme tentar en el maltrato y la manipulación cuando quiero detentar un poder que no proviene de la autoridad y la voluntad de Dios.
Que seamos capaces de confesarnos débiles y en una total entrega y anonadamiento, veamos cuáles son esas muchas otras cosas que hacemos, según Jesús lo dice en el evangelio que leímos justamente en este día.