La emergencia y el reconocimiento de la mujer en el mundo cristiano no tiene más de cinco décadas. Después del gran acontecimiento que supuso el Concilio Vaticano II, la voz femenina empezó a hacerse oír cada vez más.
Bien sea asumiendo la coordinación de comunidades a distintos niveles, en un escenario de imposible acceso al ministerio sacerdotal reservado solo a los hombres, bien sea por el camino de la producción de una reflexión teórica sobre la experiencia religiosa y los contenidos doctrinales de la fe cristiana, el caso es que hoy no es posible pensar la Iglesia católica sin tener en cuenta la contribución femenina.
- Artículo completo solo para suscriptores
- ESPECIAL: Vida Nueva celebra en marzo el mes de la mujer
- A FONDO: Sor Concepción López, la monja que rompe barreras por el empoderamiento de la mujer
- EDITORIAL: Mujeres en todas las fronteras
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Sin embargo, el camino por andar es todavía largo, y la reivindicación de igualdad y de un espacio por parte de las mujeres sigue viva en el seno de la Iglesia. La reflexión teológica sobre este tema va constatando que una de las fuentes más importantes de la discriminación contra las mujeres en la Iglesia parece tener que ver con algo más profundo y mucho más serio que, simplemente, la fuerza física, la formación intelectual o la capacidad de trabajo.
La Iglesia es todavía fuertemente patriarcal. Y el patriarcado subraya la superioridad del hombre no solo por un sesgo intelectual o práctico, sino por lo que llamaríamos un sesgo ontológico. Dicho de otro modo, las mujeres son oprimidas por su propia constitución corporal. Y esto no es privilegio del cristianismo, sino de muchas religiones.
Dentro de esta discriminación, hay una asociación muy fuerte –en el terreno teológico– con el hecho de considerar a la mujer responsable de la entrada del pecado en el mundo, y de la muerte como consecuencia del pecado. Eso, que fue incluso denunciado oficialmente por el papa Juan Pablo II en su carta apostólica ‘Mulieris Dignitatem’ (1988), permanece en el fondo de buena parte de la situación de la mujer en la Iglesia.
De ahí, por ejemplo, que las experiencias místicas de muchas mujeres fueran a menudo miradas con desconfianza y sospecha, con severa y estricta vigilancia por parte de varones encargados de controlarlas y exorcizarlas. Por eso también se les niega hasta hoy la “cercanía” mayor a la esfera litúrgica de la celebración y de los sacramentos.
A pesar de todos los avances y progresos en la participación de la mujer en la vida eclesial a muchos niveles, aún sigue pesando sobre ella el estigma de ser la seductora inspiradora de miedo, fuente de pecado para la castidad del hombre y el celibato del clero. Es un dato ciertamente terrible, que demanda una reflexión muy seria. Pues, si es posible luchar contra la discriminación intelectual y la injusticia profesional, ¿qué hacer con la propia corporeidad?