FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“La ideología nacionalista es una propuesta de deshumanización, que arrebata a la persona la libertad de su realización, sustituyéndola por la sumisión a un destino comunitario…”.
Con gran preocupación, con tanta preocupación como la que en otros tiempos manifestó la Iglesia en sus encíclicas, puede observarse la simpatía e, incluso, la adhesión al nacionalismo de sectores significativos de la comunidad católica. Esta actitud, aunque obedezca al deseo honesto de defender el derecho de los ciudadanos y protegerlos de cualquier forma de humillación, acaba por otorgar al nacionalismo la condición de legítima defensa de la integridad de las personas y de convertirlo en la forma exclusiva y excluyente de comprender la relación entre el individuo y la comunidad.
Sabrán quienes la defienden que esta doctrina nunca ha respetado la pluralidad de opciones existentes en una sociedad, sino que siempre se ha entendido a sí misma como expresión única de la existencia y la voluntad de una nación.
El aliento que se da a las movilizaciones catalanistas, viéndolas como auténtica y venerable expresión de una comunidad de ciudadanos deseosa de liberarse de la explotación, no solo resulta objetable a la vista de las condiciones de libertad política, plenitud cultural y cohesión social en que se encuentra Cataluña, sino que contradice las amargas afirmaciones hechas por la Iglesia a lo largo del siglo XX para denunciar el carácter del nacionalismo. Ásperas manifestaciones que, más allá de una versión histórica concreta del nacionalismo, ahondan en la esencia misma de su ideología.
Del anhelo de absoluto, de la nostalgia de una entrega personal a la comunidad, de la esperanza de una protección totalitaria obtiene su prestigio el nacionalismo en momentos de extrema soledad del hombre, acentuada por la injusticia social, las dificultades económicas y la quiebra de los recursos espirituales que habrían de ofrecer sustento moral al individuo.
En momentos de descreimiento, el nacionalismo ofrece la sacralización de la tierra, la liturgia de las conmemoraciones, los rituales de una comunidad en la que el individuo cree hallar su significado, el éxtasis que ciega su razón y encadena su voluntad.
En su encíclica Deus caritas est, Benedicto XVI nos recordó el camino a través del cual el cristiano resuelve la contradicción entre su existencia individual y su conciencia de ser parte de un proyecto universal: “La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega”. El Hijo del Hombre convierte la promesa de redención en realidad permanente a través de la Última Cena y la Crucifixión.
El cristianismo establece, de una vez para siempre, la dignidad de nuestra existencia personal y la trascendencia de nuestra vida en una historia de todos los seres humanos. El cristianismo nos humaniza al proporcionarnos, al mismo tiempo, la plenitud de nuestro ser individual y la proyección universal de nuestra existencia.
Por el contrario, el nacionalismo no hace de la nación el acuerdo entre ciudadanos, sino la naturaleza irrevocable de quienes la habitan. No comprende a un pueblo como voluntad de ser, sino como determinación última de la existencia colectiva. La ideología nacionalista es una propuesta de deshumanización, que arrebata a la persona la libertad de su realización, sustituyéndola por la sumisión a un destino comunitario, a una fatalidad que usurpa al hombre no solo el sentido de su vida individual, sino también el significado universal de su existencia.
El amor, la caridad, la fraternidad que nos constituye como hombres en el gran diseño de la Creación no puede reconocerse en esas formas de religiosidad fanática que siempre han salido al encuentro del hombre desesperado en los momentos de incertidumbre. Los católicos podemos decir, con san Juan, que “Dios es amor”, y que Cristo fue uno de nosotros para que esa forma de caridad que devuelve al individuo su libertad, su conciencia universal y su aspiración a la eternidad, no se confunda con el estéril sacrificio del hombre en el altar del nacionalismo.
En el nº 2.866 de Vida Nueva.