Tribuna

Nazaria Ignacia: la santa que bajaba a la calle

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El 10 de enero de 1889 nacen en Madrid unas gemelas. Son pronto bautizadas en la Iglesia de San José, de la calle de Alcalá. Así Nazaria Ignacia March y Mesa acoge desde su niñez la gracia bautismal y se deja llevar por el impulso del Espíritu en medio de la realidad de su tiempo. Comienza un largo camino de fe que, como semilla sembrada en la tierra buena de un corazón amplio y generoso, crece en todo su vigor dando abundantes frutos para la Iglesia y el Reino a pesar del ambiente agnóstico que le rodea.

Crece en Sevilla junto a la familia materna. Su temperamento inquieto y decidido se hace notar entre las compañeras del colegio, a las que organiza como “misioneras ocultas”. Aún entre sus travesuras infantiles escucha con seriedad la voz de Dios, quien la atrae de modo particular la víspera de su Primera Comunión. Sueña con Jesús, quien la invita a seguirlo y ella le responde con todo su amor recién estrenado: “Te seguiré, Señor, lo más cerca que pueda una humana criatura”. Queda sellada para siempre esta promesa, pues el seguimiento incondicional a Jesucristo es desde entonces el camino de su vida. La familia decae económicamente y ella sabe aceptar la situación. Se humilla por amor a los suyos colocándose entre los que reciben las ayudas que la Conferencia de S. Vicente de Paúl reparte el Jueves Santo entre los pobres de Sevilla.

Siendo joven emigra con su familia a México. Debe dejar su tierra y navegar hacia mundos nuevos que le ensanchan el corazón. Haciendo la travesía, Dios le descubre un camino que aún no podía imaginar hasta dónde la llevaría. Sencillamente contempla, sueña y calla guardando en su memoria aquellos signos que un día comprende como lenguaje de Dios. La llamada florece al conocer en el puerto de La Habana a dos sencillas religiosas dedicadas al cuidado de los ancianos más pobres que le dejan grabada una huella profunda, que tiempo después reconoce como la semilla de su propia vocación. Así se decide a ser Hermanita de los Ancianos Desamparados. Sabe que esta vocación le va a ser muy costosa, pero la generosidad de su entrega no pone reparos. La honda experiencia de Dios en el silencio de la oración y en el servicio abnegado a los ancianos, pule su vivo temperamento en el ejercicio de la caridad. Al profesar es enviada con el grupo que embarcan rumbo a Bolivia para fundar en Oruro un asilo.

Cruzada de amor en torno a la Iglesia

Este será su sello definitivo. Se abría ante su mirada contemplativa la realidad de un pueblo pobre y necesitado, tocando sus fibras interiores. Dios va a tejer allí la trama silenciosa de la llamada a fundar una obra que, como la música nostálgica del altiplano andino, resonando como un eco entre las altas montañas, no dejará de evocarle su constante inquietud misionera.

Por aquel tiempo había gran carencia de sacerdotes y se vivía en medio de un clima de  hostilidades hacia la Iglesia. Su gran sensibilidad ante esa dura realidad le hizo percibir claramente, durante unos Ejercicios Espirituales, que esa inquietud que sentía por aquella gente tan pobre y abierta a la fe, pero que desconocía el catecismo, era una llamada de Dios a fundar una nueva Congregación dedicada a ser una Cruzada de Amor en torno a la Iglesia. Soñaba una obra que trabajara con todas sus fuerzas por la unidad de la Iglesia al lado del Papa y de los Obispos, y fuera capaz de arriesgar la vida por extender el Reino de Dios hasta los confines del mundo, al punto de sellar este doble compromiso con un cuarto y un quinto votos. En principio llamó a su obra “Cruzada Pontificia”.

En una ocasión en que visitan al Nuncio, se presenta la oportunidad de expresar sus anhelos. Él percibe su corazón apostólico y su intuición pastoral. Nazaria ve que es la hora de Dios que le confirma su voluntad de iniciar su sueño: “Sentí que el Espíritu Santo había descendido sobre mi y que la obra estaba hecha… me sentí con la confianza y la fe del mártir y salí como debían salir ellos de los tribunales, dispuesta a dar mi vida por izar la bandera pontificia y formar un regimiento de almas apostólicas que luchasen por la Santa Iglesia”.

Con el apoyo de la Iglesia de Bolivia, Nazaria deja su Congregación y comienza su obra misionera en Oruro, el 16 de Junio de 1925. Tiene el encargo de reformar el Beaterio, un edificio semiderruido donde viven mujeres con dificultades de convivencia. Los comienzos son difíciles, pero no se desanima. Esta casa le era familiar pues años antes la había visitado teniendo en su templo, frente a la imagen del Nazareno, la experiencia de sentir “una voz clara y perceptible que oí más en mi alma que en mis oídos, que me decía: tú serás fundadora y este será tu primer convento”. No podía menos que reconocer que todo era de Dios, pero debe reunir en seis meses diez compañeras para que confirmen la fundación. Logra al fin reunir a jóvenes atraídas por su ardor apostólico. Perseveran en medio de una realidad hostil a este nuevo estilo de vida religiosa.

Los pobres serán su herencia

Fue claro desde un principio para Nazaria el amor apostólico que le lleva a anunciar a Jesús y difundir su Evangelio. Esta misión estaba muy unida al deseo de promover a la persona, especialmente a la mujer. La realidad la sitúa en el desafío de dar una respuesta nueva, inédita en su tiempo, comprometida con los pobres. Le interpelan el hambre, la falta de instrucción, vivienda, salud, trabajo, la explotación o las condiciones inhumanas de vida. Su mirada atenta y sensible a las necesidades de la gente le hacen dar una respuesta audaz. Sabe que la misión está en la calle, en el ir y venir cotidiano. Es ahí donde Dios habla.

Por eso alienta a sus compañeras a no quedarse resguardadas en las paredes del convento y lanzarse arriesgadas a la misión por las calles, las minas, los campos y los poblados alejados. Esta tarea abre las puertas para un nuevo lugar de la mujer en la Iglesia, nada frecuente en su tiempo, al darles la posibilidad de predicar. Su coherente actitud de escucha a Dios e inquietud por responder a las necesidades de los más pobres, en constante discernimiento, le hace realizar con creatividad acciones concretas. Ante el hambre organiza “la olla del pobre”, ante el avance del agnosticismo crea una imprenta y edita El Adalid de Cristo Rey para difundir los valores cristianos. Y ante la situación de la mujer busca promoverla con escuelas profesionales y la fundación del primer sindicato femenino de obreras. Esta impronta misionera prende en el corazón de la Iglesia en Bolivia. Se extiende por el país y es invitada a Buenos Aires. Ella sueña a su Cruzada universal, por eso acepta. Se instala en un barrio obrero poblado por migrantes dando vida a una precaria capilla que, por su labor apostólica, pronto se convierte en Parroquia. Llegan nuevas vocaciones y no cesa de enviar a las hermanas de misión por barriadas y campos. Recibe la invitación para fundar en Uruguay. Comienza allí su obra en una modesta casita rural y promoviendo la mujer en un barrio marginal de Montevideo.

Pero aún Nazaria tendrá que llegar a Roma para conseguir la aprobación definitiva de su Instituto en la Iglesia. Puede ver a Pío XI en audiencia privada. Eran tiempos conflictivos para la Iglesia y su figura se hallaba cuestionada. En medio de esta marejada contraria, una menuda mujer se erige valiente en pro “de la obediencia al Papa para mayor unión con él”. En el relato entusiasmado de sus sueños apostólicos, que él escucha atentamente, Nazaria le dice: “Santísimo Padre, ¡queremos todas morir por la Santa Iglesia!”, a lo que el Papa responde emocionado: “No morir, hija mía… vivir, vivir para llevar las almas a Pedro y de Pedro a Cristo”. Había comprendido bien cuál era la misión de la Cruzada Pontificia.

Conoce dos señoritas españolas en el Congreso Eucarístico de Buenos Aires que le ofrecen llevar esta “obra colosal” a su tierra natal. Sabe muy bien de la impronta misionera que mueve el corazón de España, que podrá sembrar allí el nuevo Instituto y desarrollar sus ideales hasta extenderlos por todo el mundo. No se equivoca, pues le regala numerosas vocaciones y hasta casi la posibilidad del martirio durante la Guerra Civil. También en Bolivia le había rondado la muerte con tinte martirial. Ella siempre acepta con paz y confianza en Dios los acontecimientos adversos de los que, finalmente, el Señor le libra con justicia. Su vida se desgasta en amor y servicio a la Iglesia y al Reino. El corazón se ha ensanchado “de tanto amar” y le afecta su salud. Fiel a la Iglesia hasta el final, muere en Buenos Aires el 6 de julio de 1943.