GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
Hace tiempo recibí de un amigo que vive en Alemania un libro de un filósofo coreano desconocido para mí, Byung-Chul Han, del que anoté esta sugerente frase: “Quien pierde el respiro, pierde también el espíritu”, construida sobre la bipolaridad semántica del término greco pnéuma, que significa soplo, viento, respiración y espíritu. Me acordé de ello hojeando la imponente Regole monastiche d’occidente (Reglas monásticas de Occidente), realizada con gran rigor crítico por Cecilia Falchini, una monja de Bose, la comunidad dirigida por Enzo Bianchi. La contemplación y el silencio que revolotean en estas páginas son una verdadero ejercicio para volver a encontrar el respiro del cuerpo y el espíritu del alma, deteniéndose para aspirar el aroma de las horas y de los días.
El título de la obra ya arroja luz sobre otra dimensión de este pequeño océano de escritos, a primera vista alternativa respecto a la soledad (“monje” deriva de mónos, “solo, único”), es decir, la vida cenobítica que, como indica la matriz griega, supone en cambio una vida (bíos) conducida en común (koinós). Aunque del estar juntos nace una verdadera fraternidad hermosa y fascinante, no siempre se consigue, como demuestran las reglas monásticas al denunciar el riesgo de la avaricia, la lujuria, la cólera, la envida o incluso cuestiones concretas ligadas al trabajo, la cocina, la higiene o hasta la condena a la caza. Es esta concreción la que permite que el aire espiritual sea puro y que las grandes columnas que sostienen la arquitectura interior de la comunidad resulten sólidas. Estos pilares son la oración, la pobreza, la obediencia, el celibato, la lectura, el trabajo, la hospitalidad.
El corazón latiente del cenobio, en cualquier caso, es Cristo. Leyendo en esta enciclopedia del alma que del siglo IV hasta el VII se desarrollaron al menos una veintena de reglas monásticas, se percibe que la verdadera espiritualidad sabe conjugar lo mínimo hasta el infinito, anudando el tiempo al eterno.
Falchini parte de las reglas del África mediterránea donde emerge la Regla de Agustín, procede mostrando cómo la riqueza espiritual del Oriente cristiano se trasvasó a Occidente, alcanza luego la Galia, una región particularmente fértil de experiencias religiosas, y su fructuoso viaje la lleva hasta España. Junto al famoso Isidoro de Sevilla, testigo de la época hispano-visigoda, está Fructuoso, un aristócrata que vivió en Compludo (León) y se convirtió en obispo de Braga en 656. En Italia, la figura de Benito con su regla constituye un hito fundamental, como muestra que a partir del siglo IX en Europa el modelo benedictino comenzara a extender su manto sobre las otras formas monásticas.
Resulta preciosa esta panorámica que se extiende sobre un variado horizonte, convirtiéndose en un espejo circular de toda la espiritualidad occidental. Refleja la civilización y el terreno social en el que brotaban, florecían y fructificaban las diversas tipologías religiosas. En la raíz estaba siempre la fe y el respiro del espíritu que antes mencionábamos. Una lección, por tanto, para nuestros días vividos en apnea o en dispnea interior porque, como decía Pascal en sus Pensamientos, “toda la infelicidad de los hombres deriva de una sola cosa: la incapacidad para estar tranquilos en una habitación”. Pero no para quedarse absortos en el vacío.
Era Kafka quien nos los recordaba en sus Aforismos de Zürau: “No es necesario que salgas de la casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, solo espera. Ni siquiera esperes, quédate en absoluto silencio y soledad. El mundo se te ofrecerá para que lo desenmascares, no puede evitarlo; arrobado, se retorcerá ante ti”.
Publicado en el número 3.017 de Vida Nueva. Ver sumario