GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“Nada nuestra que estás en nada, nada sea tu nombre, nada tu reino, nada tu voluntad, así en nada como en nada…”. Continúa de forma terrible, profanándolo hasta la blasfemia, el “Padre nuestro” que Hemingway elabora en uno de sus Cuentos. La oratio dominica por excelencia ha sido desde siempre la estrella polar del firmamento espiritual del cristianismo, hasta el punto de que su primer comentarista, el escritor cartaginés Tertuliano, al final del siglo II la definía con algún exceso breviarium totius evangelii.
Dante no dudará en parafrasearla en la apertura del canto XI del Purgatorio, poniéndola en la boca de la lenta procesión de los espíritus orgullosos: “Oh, Padre nuestro, que estás en los cielos…”. Santo Tomás de Aquino la definirá en su Summa Theologiae como la oratio perfectissima y, durante siglos, continuarán las referencias, alguna de ellas sarcástica, como la de Prévert: “Padre nuestro que estás en los cielos, ¡quédate allí!”. También la comentará Lutero en Explicación del Padre nuestro en lengua popular, para uso de los laicos sencillos, y uno de los mayores teólogos del siglo XX, el protestante suizo Karl Barth, autor de la monumental Dogmática y del célebre Comentario a la carta a los Romanos.
Con agudeza, la judía Simone Weil, en su A la espera de Dios, observaba que el “Padre nuestro” tiene un recorrido antitético respecto al que habitualmente siguen todas las oraciones, que van desde abajo hacia arriba, desde el hombre y su miseria a Dios y su luz. En la oratio dominica, por el contrario, se parte del cielo y se desciende hasta la maraña oscura del límite y del mal. Esta es la parábola de la encarnación, es decir, el acontecimiento de un Dios que en Cristo desciende a la humanidad encarnándose en ella para librarla del mal.
También el Catecismo reserva un vasto comentario al “Padre nuestro”, resumido después en el Compendio. En la larga genealogía de lecturas católicas de este “rezo que puede ser la oración de todos los hijos de Abrahám” (Aimé Solignac), el último anillo bibliográfico ha sido preparado por Jürgen Werbick, docente en la Universidad de Münster. La oración, el “respiro del alma”, como lo definía Kierkegaard, se engarza y vive en el tejido de la existencia cristiana. Por eso el comentario que propone el autor alemán no es meramente exegético o dogmático, sino que se inscribe en el género de las “meditaciones teológicas”.
La trama en la que se extienden estas reflexiones es siempre la de las siete invocaciones, excavadas en toda su potencialidad temática y en las relativas aplicaciones para la vida cristiana, hasta llegar al Amén final que cierra el uso litúrgico del Padre nuestro. Werbick ofrece un contrapunto a la visión antropológica de Nietzsche y a la de la novela La posibilidad de una isla, del escritor francés Michel Houellebecq, con su juego de espejos que rota alrededor de la utopía frustrada del neohombre.
Es un itinerario de lectura abierto a todos, también a los no creyentes que conservan aún en su memoria el eco de esta oración aprendida de niños y luego sepultada bajo el polvo de la existencia y, tal vez también, de la incredulidad, cuando sustituyeron al Padre divino por la Atenas de la razón “racionalista”, por el Moloch de la tecnología autosuficiente o, más banalmente, por la indiferencia y el realismo superficial. No obstante, el Dios cristiano continúa repitiendo a la humanidad el soliloquio que le hacía decir Charles Péguy en su poemario El misterio de los Santos Inocentes: “Yo soy su juez. Mi hijo se lo ha dicho. Soy también su padre. Soy, sobre todo, su padre. En fin, soy su padre. El que es padre es, sobre todo, padre. Padre nuestro que estás en los cielos. El que ha sido padre una vez no puede ser ya más que padre. Ellos son los hermanos de mi hijo; ellos son mis hijos; yo soy su padre”.
En el nº 2.925 de Vida Nueva
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