El incendio de la catedral de París nos ha conmocionado. Su valor religioso, histórico, cultural y simbólico quedó de manifiesto al escuchar los comentarios y, sobre todo, ver los rostros conmovidos de los franceses. Muchísimos creyentes de todo el mundo, de manera individual o colectiva, han manifestado su tristeza por este suceso.
Las imágenes que nos mostraban a Notre Dame, un espacio tan bello y significativo, en llamas también me pusieron triste, especialmente porque sabemos que lo que se pierde en un incidente de este tipo es irrecuperable. Pero en el mismo momento que conocí la noticia, recordé el Evangelio de la entrada de Cristo en Jerusalén, el mismo que escuchamos el pasado domingo al comenzar la Eucaristía. Lo recordé no tanto por los ramos de olivos, o por la sorprendente entrada en la Ciudad Santa montando un asno, sino por el diálogo que Lucas relata. En efecto, la muchedumbre desbordante que recibía a Jesús lo bendecía, lo denominaba rey, proclamaba que venía en nombre de Dios. El Evangelio nos cuenta que algunos fariseos le pidieron a Jesús que reprendiera a sus seguidores por afirmar estas cosas, que les sonaban incómodas y hasta blasfémicas. Pero Jesús les contesto: “Les digo que si éstos se callan, las piedras gritarán” (Lc 19, 40).
¿Por qué asocié al incendio de Notre Dame con este pasaje del Evangelio? Porque en aquella jornada, el pueblo sencillo quiso ser callado por los sabios de su tiempo, pero Jesús les advirtió que si los callaban las piedras proclamarían la gloria de Dios y la bondad de su Reino. Hoy, una construcción emblemática y sagrada ha sido dañada, sus “piedras” (en sentido amplio) han sido calladas por el fuego devorador. ¿Y entonces? Cuando la catedral, voz de la fe y de la cultura de París durante siglos, permanece en el silencio humeante de las ruinas, mientras Notre Dame espera paciente su reconstrucción, probablemente sea el momento en que los seguidores de Jesús tengamos que hablar en París. Así como las figuras, los vitrales, la sillería, las pinturas y la magnífica arquitectura de los arbotantes han mostrado a lo largo del tiempo la belleza de la fe, hoy es el momento que los cristianos, como Iglesia, hablemos, proclamemos que el Señor viene trae la salvación para todos, que el Evangelio no es una imposición sino la Buena Noticia para cada persona, que el proyecto de Dios es la fraternidad humana más allá de toda condición.
El fuego en Notre Dame nos obliga a hablar. Mientras recuperamos el hermoso templo de París, mientras se reconstruye esa magnífica muestra de nuestros valores, tenemos la oportunidad de ser catedral para todos los hombres de buena voluntad, de recordar que cada hombre y mujer son las más bellas catedrales para Dios y que otro mundo, más fraterno y más cercano a Dios, es posible, con la ayuda de nuestro testimonio, nuestras palabras y nuestros gestos.