Siendo niño ya jugaba a ‘los misioneros’. Y a ‘los mártires’. La muerte que sufrió su tío, mosén Lluís Plá, fusilado en la Guerra Civil junto a dos sacerdotes cuando él tenía ocho años, también le marcó profundamente. Además, unos años más tarde, en su época de formación en Barbastro, se impregnó de la espiritualidad del martirio. Por todo esto, cuando en los años setenta comenzaron a llegar las noticias del Mato Grosso del Brasil, y se aseguraba que el obispo Casaldáliga estaba amenazado de muerte, ninguno de los que le conocían desde siempre se extrañó. “¡Igual que de pequeño!”, pensaron sus compañeros más cercanos. Así es Dom Pedro Casaldáliga. Muchas veces inconforme y radical. Y aunque la historia dice que en los primeros tiempos de nuestra fe ser cristiano y ser mártir eran sinónimos, hoy seguimos dando gracias a Dios por su vida. Porque muchos cristianos no nos entendemos sin lo que a través suyo hemos recibido en estos noventa años tan plenos de coherencia, hondura espiritual y sencillez.
Noventa años que dan para mucho. Setenta y tres de ellos como misionero claretiano. Hacer el noviciado junto al sepulcro del Fundador Claret, es decir, hacer un noviciado misionero, desemboca en evangelizar al mundo. Un impulso carismático que Pedro Casaldáliga ya no pudo rechazar. Le crecía a borbotones el celo apostólico. “Siempre las misiones”, recuerda. “¡Las benditas misiones que yo pedía con machacona insistencia a Dios y a los superiores, y por las que habría de esperar hasta los redondos cuarenta!”
De aquellos capullos –diría el Padre Claret–, han podido nacer estas rosas. Y Pedro Casaldáliga estaba a punto de conseguir, por fin, “lo que había soñado y pedido y buscado, rabiosamente, durante todos los días de mi vida de vocación: las Misiones”. Fue por aquellos años (1966 y 67) cuando más crecía en la congregación claretiana la urgencia de renovación conciliar, y se multiplicaron los estudios sobre el carisma claretiano. Pedro anduvo en eso y participó en el primer capítulo general de renovación que la congregación celebró en Roma durante el otoño de 1967.
Y allí le llegó a Pedro la hora tantos años deseada de ser destinado a la Misión universal. Lo cuenta así su superior provincial de entonces (el primero de la provincia de Aragón), P. Eleuterio Briongos: “Un obispo del Brasil pedía insistentemente al provincial brasileño de los claretianos algunos misioneros para una extensa zona desatendida en la región del Mato Grosso. Aquel provincial llevó esa petición a Roma y el padre General la ofreció a la entonces llamada Provincia de Aragón –hoy Provincia de Santiago–. Allí mismo se ofreció Casaldáliga”. O sea, que el primer Capítulo General que ‘desencadenó’ en Roma el proceso claretiano de renovación conciliar dio pie a Pedro ‘misionero en Brasil’.
Misionero-obispo, pues aceptó pastorear al pueblo de São Felix do Araguaia para ser más misionero en aquel mundo. Y comenzó bajo amenazas de muerte por su fidelidad a la misión profética de vivir y anunciar testimonialmente el evangelio liberador de los excluidos y esclavizados por el inhumano sistema de vida y de poder vigentes “bajo la Ley suprema del revólver 38, y la muerte señoreando”. Fueron ellos “una Iglesia perseguida” y Pedro asegura: “Me atrevería a apelar al Señor Jesús para justificar que no fue petulancia. Reconozco, eso sí, que era una especie de fatal vocación personal. Uno ha abierto los ojos a la fe y ha crecido en la vocación cercado de sangre. Y este destino personal ha encajado connaturalmente y sobrenaturalmente en este lugar del Tercer Mundo y en esta larga hora de martirios. Después, yo he entendido mejor hasta qué punto la conflictividad ha de formar parte esencial de la vida de la Iglesia, como forma parte de la vida de Jesús. Una Iglesia viva es una agonía por el Reino”.
A mediados de los años 80 recibe el diagnóstico médico de enfermedad de Párkinson. ‘El hermano Párkinson’, como él la llama. A día de hoy, muchas personas que compartieron con él importantes etapas de su vida han muerto y otras tantas viven atrapadas en existencias duras, posiblemente también con dolencias físicas.
A los 90 años las marcas de la vejez en Pedro Casaldáliga son mucho más que aparentes. Sus reacciones se han vuelto más lentas y ha de administrar las energías pero, con todo, sabemos que Pedro no se encuentra para nada “viejo” en el peor sentido de la palabra. No es viejo, pues mantiene una mirada amplia y una sensación vívida -y vivida- de cuáles son las causas que llenan de sentido toda su trayectoria.