La crisis sanitaria, económica y, en realidad, humanitaria, que sacude a nuestro país con una virulencia nunca vista, está teniendo un impacto profundo en la vida universitaria, incluyendo lógicamente las universidades eclesiásticas.
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Una primera impresión, que se irá confirmando en las próximas semanas, es que esta crisis ha puesto de manifiesto a la vez el valor de los recursos tecnológicos y, aun más, la importancia insustituible del factor humano, de las personas.
En el primer aspecto, el del valor de la tecnología, la situación que vivimos desde hace algunas semanas nos está obligando a un aprendizaje intensivo en el uso de los recursos online para la docencia, para el trabajo entre profesores y, eventualmente, para la evaluación académica (este punto está todavía por precisar, ya que es el más delicado). La interrupción repentina de la actividad docente presencial ha desvelado nuestras carencias tanto en la dotación de medios informáticos a la altura del momento, como en la capacitación del personal docente y de administración y servicios para su uso. Simplemente no estábamos preparados para una situación así. Sin embargo, en pocos días ha sido posible acceder a distintas plataformas de comunicación y trabajo online, fáciles de utilizar y fiables. Estaban ya ahí, pero no las teníamos en cuenta. En buena medida, además, son más sencillas y eficaces que ciertos servicios informáticos institucionales. La tecnología ha acreditado ‘in actu exercito’ su contribución al mundo docente. Es un hecho. Tenemos aquí una tarea inaplazable para después de la crisis.
Reticentes a la tecnología
Los profesores de centros eclesiásticos hemos sido hasta ahora, en general, reticentes a la incorporación de la tecnología de enseñanza y de investigación online. Y eso que en una universidad como la UESD existe un Instituto con una Sección a distancia en la que estudian un 40% del total de alumnos de los centros propios. Pero corría el riesgo de ser considerada tan solo como una oferta especializada para llegar a situaciones distintas de la común, que es la enseñanza presencial. Nadie dudaba de la prelación. Probablemente no se debe solo a una actitud derivada de la sensibilidad personal, sino que influye el tipo de formación con el que nos habíamos preparado generaciones de profesores hasta hace poco. No olvidemos que las normas de la Santa Sede habían sido restrictivas sobre la utilización de estas metodologías de enseñanza, hasta que se ha publicado recientemente la constitución ‘Veritatis gaudium’ (con los criterios aplicativos que deben ser publicados todavía). La crisis obliga a cambiar los puntos de vista, y, a mi parecer, orienta en la dirección de asumir más habitualmente recursos tecnológicos, ya sea de manera complementaria o incluso prevalente en ciertos supuestos, que permitan desarrollar mejor la docencia en esta sociedad de la información digital.
En cuanto al segundo aspecto, el valor de las personas, es patente que son los profesores, los estudiantes y el personal de administración y servicios los que han hecho frente al reto. Han aportado desde el principio una capacidad de iniciativa, de creatividad y de atención mutua –y eso supone mucho esfuerzo— que ha amortiguado, al menos en parte, el impacto negativo de la crisis para el desarrollo normal de este curso académico y quizá del próximo. Es muy de apreciar la respuesta que la comunidad universitaria está dando, precisamente por la grandeza que tienen las personas que son las que manejan la tecnología. No estamos yendo sin más a un mundo de máquinas inteligentes. Lo que estamos viendo son personas capaces de sacrificarse por el bien de los demás, que utilizan con inteligencia las tecnologías disponibles.
La súbita interrupción de las clases ha confirmado, con toda evidencia, el valor de la forma presencial de enseñanza. De repente, todos echamos de menos el aula, el intercambio directo de estudiantes y profesores, la gama de posibilidades que consiente la cercanía personal. La clase tiene una riqueza irremplazable, sobre todo para materias humanistas, y esencialmente testimoniales, como son las teológicas y filosóficas. La enseñanza presencial es idónea para comunicar la revelación de una persona, Jesús de Nazaret, y no simplemente de una doctrina. Este era el punto fuerte en la resistencia que solía tener la Iglesia frente a las formas de educación a distancia.
Pero hay una segunda evidencia: al faltar la docencia “clásica”, las reuniones digitales síncronas resultan valiosas y ayudan hoy a sustituir o complementar unas clases presenciales simplemente vetadas; por eso mañana podrán servir para integrar el itinerario académico normal. Ciertos recursos online han mostrado sus ventajas para suplir de algún modo el contacto personal. Sin ellos, el acompañamiento se hubiera limitado al suministro –imprescindible por otra parte— de materiales de estudio individual (libros ya indicados en los programas, documentos en pdf o powerpoint y otros elementos puestos a disposición de los estudiantes, etc…). En cambio, nos han aproximado unos a otros, suavizando lo que, si no, sería pura distancia. Espero que la crisis nos permita dar un paso adelante y ensanchar el horizonte de la propuesta académica.
Es frecuente despedirse estos días con fórmulas que añoran la “normalidad”. Es muy comprensible y todos entendemos el valor al que se refieren. Lo hago yo también. Espero que no se trate de una mera vuelta atrás sino, en todo caso, del descubrimiento de una normalidad más rica, en todos los sentidos de la vida personal y comunitaria, moral y religiosa. Asimismo –por lo que respecta a nuestro tema— de una normalidad más capaz de incorporar los recursos digitales al mundo universitario cotidiano.