En este momento de este tiempo de cuarentenas acumuladas, de pandemia y de sindemia, hoy mismo, nos hace falta mirarnos, contemplarnos y vernos de manera diferente frente ante lo que nos desborda, nos quiebra, nos entristece, nos agobia. Porque eso mismo es lo que nos llama al cambio de perspectiva.
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Son muchas las personas que se expresan diciendo que no le alcanzan las palabras. Y es ahí, donde se nos acaban las palabras, donde ya no sabemos cómo decir lo que nos pasa, lo que sentimos, lo que nos desboca, que se nos está invitando a mirarnos sin miedo. En ese lugar donde le tenemos hasta cierto pudor al silencio, que se nos presenta delante para enmudecernos y necesitamos salir de ahí porque creemos que nuestras palabras son lo único que nos dan existencia ante tanta desolación y tanta muerte y nos entorpecemos más y más dentro nuestro.
Ninguna palabra calma la impotencia ante este exilio que nos mete dentro de prepo, porque nadie puede habitar en ese espacio más que yo misma. Vos mismo y solo dentro tuyo. Nada de lo que nos digan llegará a buen puerto porque son las palabras de otro que no puede saber ni cómo estoy, ni mi cómo me siento ser en este momento. Y esto es, justamente, estar ante el silencio de la muerte. Allí donde nada me puede producir más que vacío, soledad y donde siento que mis entrañas se rompen en mil pedazos.
Como nunca antes, somos parte de una humanidad que cruje de manera universal. Todo cruje y se resquebraja. La salud física, psíquica y espiritual de unos y de otras. Las economías de los países desarrollados y de los emergentes. Los discursos de todos los tintes posibles, imaginables unos y hasta increíblemente sorprendentes otros. Y esos discursos vacíos y ajenos nos hacen creer que sólo existe esa manera de ver la vida y transitarla y se apuran a poner nombre a los lugares donde podemos caernos todos juntos. Estemos de un lado o de otro, el foso que queda en el medio será fosa común.
Sin embargo, quienes creemos en un solo y único Dios y ponemos nuestra fe por delante, tenemos su Palabra siempre nueva y eterna. Y también nosotros, cristianos y cristianas, podemos mirar este tiempo de diferentes maneras. Podemos dejarnos abatir porque finalmente “somos humanos” o podemos ver y mirar los signos de Dios que se manifiestan en este tiempo. Podemos encerrarnos justificando nuestras debilidades y tristezas como “cualquier hijo de vecino” o podemos mostrar al mundo que es tiempo de Palabra y ser signo vital a través de ella. Porque en aquel tiempo, “llegaron los fariseos, que comenzaron a discutir con él; y, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. Jesús, suspirando profundamente, dijo: «¿Por qué esta generación pide un signo? Les aseguro que no se le dará ningún signo». Y dejándolos, volvió a embarcarse hacia la otra orilla.” Mc 8, 11-13.
Signo y sentido
Cabe volver a preguntarnos hoy qué tan alerta estamos a los signos de Dios. ¿Cuáles son las cosas que necesitamos y pedimos como signos? ¿Qué tan dispuestos estamos a ver, aceptar y abordar los signos de los tiempos?
Un signo no es un símbolo. Un signo es aquello que cobra sentido en la vida de las personas y le hace ver, sentir, comprender y trascender situaciones. Porque en el signo emerge –de manera conciente o inconciente– la Verdad. Un signo se alza entre nosotros cuando su manifestación produce un efecto inesperado y en su hallazgo encontramos aquello que nuestro ser anhela, a veces sin saberlo. Un signo es materia eficaz que instala algo nuevo y verdadero. Un signo es algo vivo que permanece.
La producción de sentido no es algo a lo que estemos acostumbrados en este tiempo, donde la información corre por tantos canales y sólo es eso. Información, datos duros, decires al paso, opiniones en la inmediatez, pareceres, interpretaciones personales, ideológicas y caprichosas, desinformaciones y deformaciones, discursos vacíos, atrofiados, gastados. Todo este tumulto de palabras no hace signo.
La Palabra que habita
La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Cada uno de sus hechos y cada una de sus palabras se hicieron signo para siempre. Jesús es el hallazgo supremo del hombre, que en la búsqueda de su constitución más plena, encuentra la imagen y semejanza a Dios, aunque mas no sea por instantes. A golpes de amor misericordioso. Jesús es el signo de la Gracia derramada en latidos para todos los latidos.
Entonces, es tiempo de preguntarnos más y más qué hacemos nosotros con la Palabra. Porque es tiempo de Palabra. Allí donde no bastan las palabras se erige permanente y viva la Palabra. Podemos quedarnos atascados y dolientes en las propias o vivenciarla. Podemos bucear en el manantial de vida que crece en la Palabra cuando ya no nos queda más nada por decir.
Y repasar y recordar y masticar y rumiar la Palabra para sacarla de las letras del libro escrito y publicarlas en los corazones de los afligidos y agobiados. Allí donde haya tristeza pongo la alegría de Jesús en mi vida. Allí donde hay agobio y aflicción recuerdo el yugo liviano. Allí donde hay que suplicar, recuerdo al pueblo sediento en el desierto. Allí donde me inunda el dolor y me quiebro, oro con Jesús en Getsemaní.
Y cuando tenga que doblegar mi rodilla y ya no me quede llanto, tengo “un río de agua de vida, claro como el cristal que brota de Dios y del Cordero”.
Del Génesis al Apocalipsis, la Palabra pide hoy su propio tiempo dentro mío. Para que se haga signo en mí. Para donarla a los que no ya no les queda voz. Porque para todos los tiempos de la humanidad hay reserva de sentido en la Palabra.