Tribuna

Pobres en la Iglesia

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¿Quiénes son hoy las pobres en y de la Iglesia? Hicimos la pregunta a mujeres y hombres, personas laicas y religiosas, estudiosas, teólogas, profesores, fieles, sacerdotes. De las respuestas surge que, si la pobreza no se mide para todos por la dependencia económica, existe una pobreza específica de género, con indicadores distintos a los estrictamente monetarios, que se compone de marginación, soledad, exclusión, relaciones de poder distorsionadas, desigualdad. Hay muchas pobrezas femeninas. A veces invisibles.



Las que ejercen un ministerio, pero no son reconocidas

Por un lado, debo responder que las mujeres son pobres: el hecho de ser mujer en la Iglesia es una condición de minoría, tanto porque están excluidas –a nivel institucional– de los ministerios como del poder; como por una serie de actitudes paternalistas, de estructuras patriarcales, de lenguaje sexista en la predicación, en la catequesis. Ha cambiado mucho desde que accedieron a los estudios teológicos, pero persiste un techo de cristal que hace que sus condiciones de estudio y carrera sean mucho más difíciles e inestables que las de sus colegas hombres.

Por otro lado, estas consideraciones parecen de poca importancia frente a las violaciones de derechos fundamentales que sufren muchas mujeres en el mundo, que no tienen la libertad de autodeterminación, no pueden acceder a los estudios básicos, no tienen roles en la vida pública. La Iglesia denuncia estas situaciones y se compromete a ofrecer ayudas, educación, acogida, apoyo material y espiritual a las mujeres privadas de sus derechos. Sería necesario separar estas dos dimensiones de la pobreza.

La Iglesia comprometida a contrastar las pobrezas sociales visibles, debería encontrar la valentía de dejarse convertir por los sujetos marginales, y reformar las propias estructuras para que no produzcan exclusión dentro de las relaciones eclesiales. Acoger la pobreza significa dejar poner en crisis y modificar las propias estructuras de poder y de lenguaje, de forma que todos los sujetos sean inclusivos.

Creo que el tema verdadero es el reconocimiento, hacer visible el servicio, el ministerio que las mujeres a menudo desempeñan de hecho. El reconocimiento es simbólico: poderse reconocer y verse representadas en los aspectos institucionales de la Iglesia, ayuda a las mujeres a encontrar el propio lugar, a ser conscientes de la propia autoridad y corresponder a la propia vocación, por el bien de toda la comunidad.

Donata Horak, teóloga, profesora de Derecho Canónico

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Las que podrían cambiar la Iglesia y no pueden hacerlo

Son las mujeres que pertenecen a la Iglesia y que no saben lo que valen. Por muchos motivos. Sobre todo históricos. La historia de la Iglesia no las ha reconocido. Claro que a veces sí, las santas, y sobre todo María madre de Dios. La ejemplaridad extrema en el caso de María, ha permitido que no llevaran consigo el valor de mujeres extraordinarias en la Iglesia, las mujeres teólogas, las mujeres guías de comunidades, responsables hasta los confines del mundo. Pero, las ha habido y las hay.

Pobres son las niñas, educadas en nuestras parroquias sin un modelo de mujer que inspire su pertenencia: una mujer teóloga, una mujer que lee la escritura con sabiduría y competencia, una mujer que predica, no por la concesión benévola de un obispo que va y viene, un pequeño reconocimiento confiado a la sensibilidad pastoral de un individuo. Pobres son las mujeres (casi) todas, que en el lugar justo, un lugar de corresponsabilidad visible al mundo y a todos los fieles, podrían llenar de esperanza las iglesias y cambiar el mundo según el proyecto del Reino. Y no pueden hacerlo.

Mariapia Veladiano, escritora

Los que, como Ana, sirven a Dios, pero son dejadas de lado

“Había también una profetisa, Ana… de edad avanzada; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones…” (Lc 2, 36-38). Esta breve narración relativa a la profetisa Ana, después de un largo espacio hecho a Simeón, nos enseña más sobre la pobreza de la mujer en la Iglesia que largos discursos. En primer lugar, puede ayudar a comprender por qué las mujeres no fueron admitidas a la ordenación a los ministerios, que eran considerados demasiado importantes para poder ser confiados a una mujer, considerando el hecho de que en la historia los roles de excelencia competen solo al hombre. La pobreza de las mujeres debe entenderse a la luz de esta situación.

La mujer generalmente anciana que mantenía en orden la iglesia, pulía los candelabros, ayudaba al párroco a limpiar… está en memoria de todos. Ahora que estas personas también comienzan a escasear, nos damos cuenta de lo valioso que fue su servicio. Añado una reflexión que propongo desde hace décadas y de la que estoy convencido: una forma fundamental de pobreza es la marginación de la mujer en lo que son los servicios eclesiales, en particular el servicio eucarístico.

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En la transición de 1899 a 1900, tres categorías de personas no fueron admitidas a la ordenación sacerdotal: esclavos, indígenas y mujeres. Durante la década de 1900 se superaron las dificultades relacionadas con la esclavitud, porque ya no se acepta oficialmente en las iglesias, y se superó la cuestión de los indígenas, que comenzaron a ser ordenados obispos y sacerdotes. Pero para la mujer aún no se ha producido. Aunque quienes defienden que no es verdad que sea una condición de inferioridad de la mujer, que de hecho lo es.

Cuando las mujeres son puestas a prueba en este servicio, demuestran ser excelentes siervas del Señor, que pueden trabajar y fascinar y así sanar al pueblo que les ha sido confiado con excelentes resultados, como lo demuestran las experiencias de otras Iglesias cristianas que han admitido mujeres en el ministerio. Esta condición de inferioridad sigue siendo un hecho actual. Y es necesario que la Iglesia tome conciencia de la oportunidad de superación de esta inaceptable exclusión en un mundo donde la mujer ha demostrado que su servicio en todos los campos puede ser precioso.

Giovanni Cereti, sacerdote, teólogo, fundador de la “Fraternidad de los Anawim”

Las que querrían ser miradas como Jesús a María Magdalena

“Le dice Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” (Jn 20,15). Siempre me conmovió la ternura contenida en estas palabras que el Resucitado dirige a María de Magdala. Expresan la delicada atención con que Jesús mira su dolor y, quizás, su desesperación; y son un estímulo para no apartar la mirada de las heridas de pobreza de toda mujer. Si tuviera que decir cuáles de estas pobrezas, a mi juicio, hay que tener hoy el valor de mirar y calmar con una mirada de esperanza, señalaría una que caracteriza a la Iglesia y otra a la cultura dominante.

En el primer caso, pienso en el hecho de que un grupo innumerable de mujeres contribuye a animar y nutrir la vida eclesial, con compromisos y tareas de todo tipo. Rara vez se les da el espacio de una “responsabilidad generativa”. Es decir, casi nunca, la Iglesia es capaz de acoger la contribución que ellas pueden ofrecer en el cambio y mejora de las estructuras, en el imaginar y realizar modelos nuevos de realidad eclesial.

En el segundo caso, pienso en la lectura distorsionada de la maternidad impuesta por la cultura dominante, que a menudo no logra captar ni el valor personal y familiar, y menos aún el valor social y humano. Siempre me he acercado dolorosamente al dolor de las mujeres que han tenido que vivir su profesionalidad o su realización social y la maternidad como alternativa. Es una pobreza que muchas veces no se ve, fruto de una fuerte miopía cultural.

Roberto Repole, arzobispo de Turín

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Las que luchan por la igualdad también en el seno de la Iglesia

La experiencia de empobrecimiento y discriminación de las mujeres, es un reto prioritario a superar en todas las sociedades, en todo el mundo. Es un llamamiento para la Iglesia universal, para todo el pueblo de Dios, que busca construir un reino basado en la justicia social y en la dignidad de las hijas e hijos de Dios. Las mujeres pobres de la Iglesia, son las que están sufriendo humillaciones, violencia, falta de reconocimiento y de dignidad en el mundo del trabajo, en los lugares domésticos, en la economía informal, en la trata…

Su grito es por el trabajo decente, por el respeto a su sagrada dignidad, que nadie tiene derecho a quitársela. Son millones de mujeres empobrecidas, con las que debemos contar para construir una cultura samaritana, una la cultura del cuidado, del “pan y las rosas”… también en plano de igualdad en el seno de la Iglesia.

La comunidad cristiana debe defender unas condiciones sociales, económicas y culturales que posibiliten la igualdad en el respeto a la dignidad de todas las mujeres, sobre todo a las que están viviendo en condiciones de infrahumanidad y esclavitud. Cuando seamos capaces de estar cerca, de acompañar, de luchar codo a codo con estas mujeres también nuestras comunidades podrán cambiar esa cultura que genera este sistema económico y patriarcal generador de descarte y de exclusión.

Charo Castelló, portavoz del Movimiento Mundial de los Trabajadores Cristianos

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A las que se les arranca un hijo de forma feroz

Hay mujeres que sufren el dolor insoportable de perder el fruto del vientre de forma feroz. Un desgarramiento. Al pie de una cruz. Las conocí en Argentina y México y eran madres de desaparecidos. Recé con ellas en Sudán y Afganistán y eran madres de niños cuyas esperanzas se estrellaron contra el muro de olas de egoísmos respetables. En Sicilia, Calabria y en otros lugares y estaban con las manos vacías, sin verdad y sin justicia, con vidas rotas por la violencia criminal. En Irak, Bosnia y Ucrania habían enterrado el futuro y apenas vivían.

Pobres sí, porque demasiadas veces no sabemos leer, en la transparencia de sus lágrimas, la nueva teología que el Espíritu va escribiendo como páginas de vida. Sin embargo, en esa escuela solo podemos crecer como comunidad y como creyentes. Ellas mendicantes, pero con una dignidad regia porque se puede ser madre aun sin haber dado a luz, pero no sin haber experimentado los dolores del parto. ¡Pero cuántas deberían suplicar frente a esos vientres y se sienten perfectas!

Tonio Dall’Olio, sacerdote, presidente de la Pro Civitate Christiana de Asís

Las que viven en el silencio y en el miedo por su sexualidad

En tiempos bíblicos, las viudas dependían totalmente del hombre para su protección y sustento; a menudo eran pobres si no tenían un pariente varón que las cuidara. En la época moderna, el prestigio de las mujeres todavía depende con demasiada frecuencia de un hombre. Una mujer que no está casada con un hombre a menudo es tratada socialmente como pobre. Conocí a algunas de estas mujeres socialmente pobres cuando estudiaba en la universidad. No solo no estaban casadas con un hombre, sino que también vivían en una relación amorosa con otras mujeres.

Muchas habían trabajado generosamente al servicio del pueblo de Dios como profesoras, enfermeras, catequistas y trabajadoras sociales. Muchas eran monjas. Por eso mis superiores religiosos me encomendaron la tarea de extender la mano amorosa de la Iglesia a tales mujeres. Durante más de cincuenta años he trabajado con personas lesbianas, gays, bisexuales y transgénero. Creo que las mujeres lesbianas católicas han vivido demasiado tiempo en silencio y miedo por su sexualidad. Tienen más que ofrecer que la simple ofrenda de una viuda pobre (cf. Lc 21, 1-4).

Jeannine Gramick, de las Hermanas de Loreto a los pies de la Cruz, Estados Unidos

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Las que son explotadas por los representantes del clero

Reflexionar sobre “pobres” me lleva a pensar en las religiosas que han sido o son abusadas de muchas maneras por representantes del clero: financieramente, psicológicamente, sexualmente o espiritualmente. Desde un punto de vista financiero, los miembros del clero han abusado de las religiosas pidiéndoles que realicen trabajos gratuitamente. En algunos casos, a las hermanas se les ha sustraído el patrimonio financiero de la congregación. A nivel psicológico, se utilizan manipulaciones o amenazas para someter a las monjas.

Las congregaciones diocesanas dependen mucho de su obispo que, en caso de denuncia, a menudo se pone del lado de su presbítero. El abuso espiritual puede acompañar al abuso psicológico, que desafortunadamente a menudo conduce al abuso sexual. Además, el voto de pobreza, junto con el voto de obediencia, se interpreta falsamente para someter a las monjas al sacerdote o al obispo. Y como en el caso de los pobres del Antiguo Testamento, las víctimas de los abusos son las que son culpadas de su deplorable situación.

Karlijn Demasure, directora del Centro de protección de menores y personas vulnerables, Ottawa

*Artículo original publicado en el número de noviembre de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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