Tenía 11 años cuando comenzó el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962 y Juan XXIII, al final del primer día, saludó con una caricia a la multitud reunida en la Plaza de San Pedro con aquel breve discurso que pasó a la historia como el discurso de la Luna. Tenía 14 años cuando Pablo VI, el 7 de diciembre de 1965, anunció el fin de los trabajos y el principio de un camino de renovación humana y religiosa, entregando a la Iglesia la enseñanza de “amar al hombre para amar a Dios”.
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Crecí en una familia sencilla con fuertes valores religiosos y civiles. Desde niña he respirado una fe fuerte, popular, vivida y transmitida por mis padres con autenticidad. El Concilio fue verdaderamente un nuevo Pentecostés, una novedad impactante para todos, no solo para los católicos.
Entré muy joven en la Acción Católica y eso marcó mi ser como creyente y ciudadana, en la estela del Concilio Vaticano II. La Acción Católica estaba cambiando y Vittorio Bachelet, jurista y político, era quien la lideraba. Pablo VI pedía al nuevo presidente repensar la misión de hacer visible y operativa la Iglesia de la ‘Gaudium et spes’ y de la ‘Lumen gentium’. Eran los años de la elección religiosa en los que la asociación redescubrió su vocación formativa y pastoral, la centralidad de la Palabra y el primado de fe y abandonaron toda forma de colateralismo político. La opción religiosa significó volver a lo esencial del Evangelio e iniciar una lectura laica de la realidad histórica.
Al acercarme a la edad adulta respiraba un aire nuevo, entendí que la fe cristiana no era una teoría sino una persona, era Jesucristo, era el Evangelio. Descubrí que la Iglesia universal es la iglesia de las muchas iglesias locales y la nueva liturgia en italiano supuso una experiencia comunitaria. La Iglesia que valora la libertad de conciencia, la búsqueda de la verdad más que su imposición y que analiza los signos de los tiempos con mirada confiada y misericordiosa.
La realización del Concilio, confiada a monseñor Enrico Bartoletti en la Conferencia Episcopal Italiana y a Vittorio Bachelet en la Acción Católica, no se podía dar por descontado. No bastaba con adaptar la estructura de la asociación, era necesario invertir de manera generalizada en las parroquias con una nueva catequesis dirigida a los jóvenes y a las familias, con una vida de caridad y corresponsabilidad.
Un pilar de mi educación fue la exhortación apostólica ‘Evangelii nuntiandi’ de Pablo VI, que pedía a los laicos realizar el reino de Dios a través de las cosas del mundo. Comprendí lo que significaba la responsabilidad y la libertad de los laicos, uno de los grandes dones del Concilio. En el apasionado clima de renovación eclesial, la política se presentó como tierra de misión.
La fe, que no se deja encasillar en ningún proyecto político, empuja a que cada uno haga su parte en una relación que nunca sea de superposición o separación, sino siempre de distinción. Aprendí que laicidad significa asumir de forma autónoma la responsabilidad ante la sociedad y la historia, para perseguir el bien común y crear la Ciudad del hombre. La política fue el resultado natural de una pedagogía de la ciudadanía madura que se desarrolló de la mano de mi formación religiosa.
Tiempos convulsos
El Concilio había leído los signos de los tiempos, pero los tiempos habían llegado cargados de contradicciones y conflictos. El 68 y las luchas obreras, el protagonismo de las mujeres en el feminismo, las nuevas sensibilidades ambientalistas, las tensiones hacia nuevas libertades y nuevos derechos civiles y, finalmente, el terrorismo, supusieron grandes fracturas en la relación entre instituciones y sociedad, democracia y política. Vivir el Concilio de 1968 a 1980 significó crecer con la conciencia de que no bastaba ser buenos cristianos, –como repetía Bachelet–, también había que ser buenos ciudadanos. Muchos de nosotros sentimos la necesidad de un nuevo pensamiento de inspiración cristiana, capaz de dar nueva vida a la acción política de los católicos, tomando nota de las divisiones que, desde el referéndum sobre el divorcio, afectaban a nuestro mundo.
El camino del cambio cultural y político, iniciado por el catolicismo democrático, se vio trágicamente interrumpido con el secuestro y asesinato de Aldo Moro a manos de las Brigadas Rojas. No es casualidad que el terrorismo político haya golpeado a algunas de las personalidades católicas más lúcidas como la de Aldo Moro, Piersanti Mattarella, Vittorio Bachelet, Roberto Ruffilli, intérpretes de una visión de la democracia y de la sociedad que contribuyó a redactar la Constitución y a construir la nueva República.
Aquella generación practicó la laicidad con una rara virtud para la mediación, en la conciencia de la relación entre reglas y valores, guiada por el sentido de los límites y el principio de insatisfacción que hacía decir a Moro que “nuestro destino no es alcanzar la justicia, sino tener hambre y sed de ella toda la vida”. Una lección de laicidad y de rigor moral que he tratado de seguir desde que Maria Eletta Martini, responsable de la Democracia Cristiana para las relaciones con el mundo católico, me propuso ser candidata al Parlamento Europeo en 1989, al final de mi mandato como vicepresidenta de Acción Católica.
Con el fracaso del proyecto de Aldo Moro, las energías más innovadoras chocaron con las opacidades de la forma del partido. Los Democracia Cristiana, identificada como el partido de los católicos, ya no pudo responder a las expectativas de los italianos y la serie de investigaciones judiciales sobre la corrupción en la política y en los negocios, que periodísticamente tomó el nombre de ‘Tangentopoli’, fue el acto final de un desgaste que venía de largo. Para aquellos que, como yo, habíamos comenzado a trabajar en las instituciones con la ambición de relanzar los valores del catolicismo democrático, la investigación, significativamente llamada ‘Mani Pulite’ (manos limpias), era una oportunidad para la regeneración ética de la política.
En el frente eclesial, se reconoció que la unidad de los católicos no resistiría la nueva estructura bipolar, resultado de la nueva ley electoral mayoritaria. Con la desaparición de la Democracia Cristiana, que había desempeñado el papel de traducción secular de la inspiración cristiana en la política, la Iglesia italiana intentó llenar este vacío asumiendo su propia subjetividad social y política para iniciar una relación directa con las instituciones del país. Un punto de inflexión que ha debilitado a la CEI que se comunicaba sin intermediarios con distintas tendencias políticas.
Ese método de diálogo y de síntesis, basado en el discernimiento que medía la coherencia entre las opciones políticas y la inspiración religiosa, ha desaparecido. De hecho, ha prevalecido una interpretación neoclerical y conservadora del papel de los católicos, que ha fomentado la instrumentalización por parte del centro derecha de la religión y las cuestiones éticamente sensibles.
Valores no negociables
Como la del fin de la vida, el reconocimiento legal de las parejas de hecho y homosexuales, la procreación asistida o la invitación de la jerarquía a no tomar parte en el referéndum sobre estas cuestiones. Puntos en los que el intervencionismo político de la CEI sobre los valores no negociables –asumidos como prioridades en la agenda política en detrimento de cuestiones no menos relevantes como la calidad de la democracia, las desigualdades, la creciente pobreza o la inmigración–, ha acentuado la soledad de quienes, siguiendo la lección de laicidad del Concilio, han buscado una síntesis entre valores y derecho, entre inspiración cristiana y pluralismo de la sociedad italiana.
Aquella temporada dejó una profunda huella si la religión y los valores de los que hoy hace alarde la derecha en el gobierno vuelven a ser blandidos como banderas de una identidad cristiana rebajada a ideología política. Este giro ideológico va acompañado de una evidente inconsistencia entre la inspiración cristiana declarada y las opciones concretas del gobierno en la lucha contra la pobreza y la acogida de los inmigrantes.
Quizás no sea casualidad que, en el Parlamento italiano, por primera vez, la presencia de exponentes del mundo católico sea muy limitada, señal de una oferta política miope, que no ha podido o no ha querido interceptar la vitalidad de un laicado que en las asociaciones y parroquias sea un servicio a los más vulnerables.
El Papa Francisco ha alentado repetidamente el compromiso de los católicos en política con palabras de Pablo VI, como “la forma más alta y exigente de caridad”, y ha aclarado que “desentenderse equivale a traicionar la misión de los laicos” que deben ser “la sal de la tierra y luz del mundo” también en las instituciones. Pero nos invita a elegir la política con la P mayúscula, capaz de tener visión. “Frente a tantas formas mezquinas de política orientada a intereses inmediatos, recuerdo que la grandeza política se demuestra cuando, en los momentos difíciles, se actúa sobre la base de grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo”.
Con su invitación a ser una Iglesia sinodal y en salida, el Santo Padre indica un camino de renovada aplicación del Concilio también para los laicos. La elección preferencial por los pobres, la atención a las periferias existenciales y materiales del mundo, la denuncia de las profundas desigualdades generadas por una globalización sin reglas, la oración incesante por la paz en el mundo siguiendo las huellas de la oración con todas las religiones de Juan Pablo II en Asís, la condena de la corrupción y de la ilegalidad, la intensa solicitud pastoral para la protección de la creación y la fraternidad sin fronteras, son indicaciones preciosas para quien tiene hambre y sed de justicia. La política es cuidar del bien común, esto es lo que aprendí del Concilio. Solo una política libre de intereses que cuide de la comunidad, puede hacer justicia para los pobres y las periferias del mundo, como nos pide el Papa Francisco.
*Artículo original publicado en el número de noviembre de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva