Hoy se ha iniciado en la Audiencia Nacional el proceso judicial contra dos de los más de 15 presuntos responsables del asesinato cometido contra Ignacio Ellacuría –rector de la Universidad Centro Americana del Salvador (UCA)– y otros 4 compañeros jesuitas –Segundo Montes, Ignacio Martín, Juan Ramón Moreno y Amando López– así como el ama de llaves y su hija –Julia Elba y Celina Ramos–.
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Casi 31 años después del crimen colectivo realizado en la sede de la Universidad el 16 de noviembre de 1989, solo dos de los militares reclamados por la Audiencia Nacional, en virtud del ejercicio de la jurisdicción universal, se sientan en el banquillo de los acusados. Son el coronel y viceministro de defensa Inocente Orlando Montano y el teniente René Yushsy Mendoza. Los únicos que han sido objeto de un procedimiento de extradición desde Estados Unidos afortunadamente resuelto en el año 2017. El resto de los acusados por la Fiscalía no han sido entregados por el gobierno de El Salvador, que ha obstaculizado sistemáticamente el procedimiento abierto hace más de 10 años.
Intereses geoestratégicos
El contexto histórico en el que se produce esta ominosa masacre es conocido: una guerra civil ensangrentaba el Estado centroamericano que, como sus vecinos, estaban pagando un alto precio en la geopolítica desarrollada por el poderoso vecino norteamericano en toda la región. Considerado en el ámbito de su política exterior del interés nacional como “su patio trasero” apoyaba por cualquier medio el combate –legal o ilegal– contra cualquier movimiento que se intuyese como contrario a sus intereses geoestratégicos. No hay más que recordar la histórica sentencia de la Corte Internacional de Justicia de 1986 en la que se condenaba a Estados Unidos por un amplio abanico de violaciones del Derecho Internacional en, y contra los intereses de Nicaragua. Por ello, los militares salvadoreños responsables de la masacre intentaron atribuir los hechos al Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN).
¿Por qué a Ellacuría? Porque intentó mediar entre el mencionado grupo y el Gobierno y el estamento militar. Espectadores de las insultantes injusticias sociales de un Estado propiedad de varias familias, escenario de una violencia insufrible que se cobró casi un centenar de miles de víctimas, consideró, junto con sus compañeros, que la pasividad no era una opción moral. El eslabón social más débil era el que estaba resultando más vulnerable y, por lo tanto, tenía que ser protegido y la labor de los jesuitas como mediadores, pero también como testigos incómodos de los desmanes, no se toleró por parte del estamento militar salvadoreño. Ni tampoco las peticiones de Monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado años antes –el 24 de marzo de 1980– mientras oficiaba misa y reiteraba sus peticiones y exigencias de cese de la violencia.
La generosidad hacia el perdón expresada por los religiosos no está exenta “de la necesidad de la justicia universal”, expresada por el provincial Antonio España. La imposibilidad, hasta ahora, de restaurar la verdad judicial y la responsabilidad penal individual para la obtención de la reparación histórica del daño se constituye como un objetivo imprescindible. Puesto que se ha torpedeado desde El Salvador esta opción desde hace más de tres décadas debemos celebrar el inicio del proceso en España estos días. Sin embargo, hay dos elementos que producen cierta decepción: la responsabilidad internacional del Estado salvadoreño ha quedado completamente al margen de los hechos, otorgando impunidad al Gobierno que lo lideraba en el momento de los acontecimientos; además, los potenciales culpables enjuiciados son solamente dos militares de los quince requeridos por la Audiencia Nacional que, a modo de cabeza de turco, reducirán las responsabilidades individuales notablemente para que el crimen no quede sin castigo.